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deseos

Polvo de ladrillo

Queríamos a Nadal. No lo neguemos, no lo olvidemos: a Nadal es al que queríamos. De hecho hablamos de él, antes que de ninguna otra cosa. Antes que la discusión por la sede, que reprodujo en clave tenística ese típico dilema de las vacaciones argentinas: si las playas de Mar del Plata o si las sierras de Córdoba.

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Queríamos a Nadal. No lo neguemos, no lo olvidemos: a Nadal es al que queríamos. De hecho hablamos de él, antes que de ninguna otra cosa. Antes que la discusión por la sede, que reprodujo en clave tenística ese típico dilema de las vacaciones argentinas: si las playas de Mar del Plata o si las sierras de Córdoba, antes de que emergieran y pugnaran esos intereses, hablamos de Nadal. Antes que la decisión sobre la superficie, si más lenta o si más rápida, si con carpeta celestita o si naranja por el polvo de ladrillo, antes que hablar del pique veloz o del pique esponjoso, hablamos de Nadal. Y no de Nadal en términos generales, ni siquiera de Nadal como astro superlativo del tenis mundial, sino de algo más concreto y específico: de los calzones de Nadal, del culo de Nadal, de entrarle al culo de Nadal para sacarle esos calzones.

Dejamos que el deseo murmure en cada cosa que decimos. Pero aquí no murmuraba: hablaba a gritos. A gritos hablaba, a gritos pedía, y pedía por Nadal. Nadal el de la energía ilimitada, Nadal el de la potencia salvaje, Nadal el de los brazos turgentes, el de la piel brillosa y lisa, Nadal el de los contornos fibrosos. También el de la costumbre de meterse la mano ahí. Hablábamos de Nadal, queríamos a Nadal. Y Nadal al final no vino. Se lesionó y no vino. Su deserción fue bien saludada, en términos de una especulación deportiva. Pero no vino, y lo queríamos a él. En su lugar vinieron otros. Pero lo queríamos a él. ¿Cuánto tiempo precisa el deseo para calmar una frustración repentina? ¿Cuánto tiempo necesita el deseo herido para rehacerse y poder por fin posarse en otro objeto? Más tiempo que unos pocos días. Y algo más que una ensaladera escasa.