El otro día me enteré de que Rosa Chacel es mufa. Ustedes preguntarán quién es Rosa Chacel y por qué es mufa. Chacel (1898-1994) fue una escritora española que escribió un diario al que tuvo la perspicacia de titular Alcancía y dividirlo en dos partes, Ida y Vuelta. Los diarios de Chacel influyeron en dos grandes libros de Mario Levrero, El discurso vacío y La novela luminosa. Por qué es mufa esta buena mujer, no tengo la menor idea, pero leyendo Ida encuentro un pasaje muy gracioso. Dice Chacel, cuando era joven y desconocida, que al leer los diarios de Simone de Beauvoir le pareció que no eran gran cosa y que sus propias opiniones eran mucho más interesantes que las de la autora. Pero, agregó, a todo el mundo le interesa saber qué piensa De Beauvoir sobre cualquier cosa aunque diga tonterías, pero nadie pagaría un centavo por saber lo que piensa Rosa Chacel aunque sean puras genialidades.
Pensé en esta anécdota cuando cayó en mis manos Mecanismos internos, una recopilación de artículos sobre literatura del Premio Nobel J.M. Coetzee en el que hay uno dedicado a la edición de los relatos breves de Joseph Roth. Coetzee despacha la obra con notable desdén y se dedica a cotejar insustanciales detalles de la traducción. En particular, toma El busto del emperador y lo ubica en la “etapa ultraconservadora” de Roth, condición que se refiere tanto a sus opiniones políticas como a su técnica literaria. Roth, dice Coetzee, era conservador por razones temperamentales (?), ideológicas, y porque no estaba al tanto de las novedades literarias de su época. Y tampoco, agrega en otra parte, se hacía cargo del destino de sus personajes frente a la urgencia de los tiempos.
El desgano de Coetzee es muy deprimente, porque no parece estar en condiciones de apreciar el extraordinario poder de la prosa de Roth ni su absoluta pertinencia histórica. Pero quién soy yo, como diría Chacel, para afirmar que nuestras opiniones son mejores que las de Coetzee. No sirve mucho decir que Flavia, mi mujer, se pasó el verano leyendo a Roth, ni siquiera pesa demasiado traer en nuestra ayuda a Edgardo Cozarinsky, para quien Roth es su escritor favorito. Acaso ayude un texto del crítico mexicano Christopher Domínguez Michael, que declara a Roth uno de sus “dioses penates”. La expresión designa a esas divinidades protectoras de la casa que nos acompañan y viajan con nosotros. Al carácter entrañable y doméstico de Roth, Michael agrega una consideración que se suele olvidar: que en tiempos de Roth todavía era “más común que hoy la identidad entre popularidad y excelencia literaria”. Creo que se queda corto: esa identidad es hoy imposible. Hay que conformarse, en el mejor de los casos, con los Coetzee que no son excelentes ni populares, pero ganan el Nobel, venden como para complacer a sus editores y entienden la literatura como una competencia atlética que permite hacer afirmaciones obscenas sobre los colegas, tales como que están o no están en forma.
Volviendo a El busto del emperador, escrita en 1935, poco antes de su pariente La cripta de los capuchinos –acaso la novela más triste de la historia de la literatura–, hay que ser muy miope para no leer en esa pequeña fábula sobre un nostálgico a ultranza del Imperio Austro-Húngaro un grito desesperado para conjurar el inminente genocidio, resultado final del proceso que había llevado a Europa “de la humanidad a la bestialidad por el camino de la nacionalidad”. Roth murió en 1939 en París, desesperado y de delirium tremens, poco antes de la llegada de las hordas nazis. Su apego por la vieja monarquía no era más que la aguda conciencia de la necesidad de que la única patria posible era “una patria para los apátridas” y que éstos empezaron a morir mucho antes de ser exterminados en los campos.