“Que parezca un accidente.” En decenas de películas o en decenas de series en la tele, escuchamos decir esa frase. “Que parezca un accidente”: la pronuncia por lo común un taciturno jefe mafioso, sin moverse del sillón y guarecido detrás de un anillo imponente y de un puro que cada tanto atiende. La instrucción así espetada es bien clara para los sicarios, que esperan sin parpadear y calman su ansiedad de ejecutores llevando la mano al sobaco. Deberán cometer sus gélidos asesinatos con sus pulsos que no tiemblan y sus dientes que se aprietan, para luego concederles la apariencia exterior del accidente: auto desbarrancado, incendio imprevisto, caída de un puente, asfixia por inmersión sin cautela, electrocución por imprudencia doméstica.
Dicen así: “Que parezca un accidente”. Y con eso introducen, sin proponérselo, una fuerte visión del mundo, todo un modo de interpretarlo. Porque con lemas semejantes instauran el reino de lo rigurosamente motivado, el reino total de la causa y el efecto, el imperio indeclinable de la intención y la voluntad; lo accidental en ese mundo es apenas una apariencia: engaño o trampa, escena fraguada; resultado en sí mismo de una decisión premeditada, de una acción de voluntad, consecuencia de una causa que la explica. No existe más el azar, es solamente coartada; y ningún tiro de dados podrá ya reestablecerlo, diga lo que diga Mallarmé, porque habiendo mafia de por medio los dados están siempre cargados.
Entre nosotros, los argentinos, la fórmula ha llegado a encontrar una curiosa versión invertida. Pienso ahora en la tragedia de la familia Pomar: fue un accidente, pero debió parecer un crimen. Es decir, fue un accidente, un auto que se despista y vuelca, pero cobró en los medios de información la forma exterior de un crimen: un padre asesino, un padre abusador, un filicidio, un suicidio, un secuestro, una estafa. “Que parezca un crimen”, parecieron decir los medios, cuando tenían entre manos un accidente.
La valoración del estatuto de lo accidental es un asunto decisivo por estos días. Para Rodrigo “la Hiena” Barrios por lo pronto, para los directivos de LAPA, también: ¿qué grados se contemplan en la escala que va del puro accidente, sobre el que nada es posible hacer, hacia el accidente que pudo evitarse, y que por ende involucra una cierta responsabilidad, o el accidente que llegó a provocarse y que implica así una responsabilidad ya mayor, hasta alcanzar por fin ese nivel de determinación en el accionar y en su conciencia que ya es preciso inclusive no usar más la palabra accidente?
Es un asunto de la Justicia, por supuesto, pero por eso mismo de ideología. ¿De qué manera ordenamos, en nuestra visión de las cosas, los hechos que no pueden pasar, los hechos que no pueden pasar pero pasan, los que pasan porque dejamos que pasen, los que pasan porque queremos y los que pasan porque sí? Es interesante lo que postula hoy en día al respecto una valiosa campaña de tránsito: “Si puede evitarse, no es un accidente”. Una idea sugestiva, ¿pero cuál sería por caso el accidente que no podría evitarse? Y si existe y no puede evitarse, ¿no sería, en vez de un accidente, más bien una fatalidad, que en cierto modo es su contrario: la victoria de la determinación ineluctable contras las fuerzas azarosas de la mera contingencia?
El estatuto social de la noción de accidente cambió entre nosotros, acaso para siempre, con la tragedia de Cromañón. Lo demuestra la disposición a llamarle también “masacre”. El horror de lo que aconteció aquella noche alteró la percepción general de lo que es un hecho fortuito, lo que es imprudencia o negligencia, lo que es responsabilidad indirecta y lo que es directamente matar. Ya sabemos que el jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires en ese entonces fue destituido de su cargo por ese hecho, porque no vigiló desde su puesto al que debía vigilar el área de inspecciones que debía vigilar a los inspectores que debían vigilar a los dueños de boliches que debían vigilar al jefe de seguridad que debía vigilar a los custodios que debían vigilar a los jóvenes de esa noche para que no se prendieran fuego a sí mismos a golpes de pirotecnia y euforia. Hubo pirotecnia, hubo fuego, hubo muerte. Todas las categorías se movieron de lugar: lo que es accidente y lo que es crimen; lo que son los inocentes, los imprudentes, los negligentes y los asesinos; lo que rige solamente el azar y lo que rigen las voluntades. Suele pasar con un hecho límite que arrastra todo hacia el límite.