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Por orden alfabético

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Esta es la parte del año en la que me dedico a transcribir el índice de teléfonos de mi agenda. Esclavo de la pluma y el papel incluso en esta materia, retrasado tecnológico ineluctable también en este rubro, hago todo el trabajo a mano, pasando nombre por nombre, teléfono por teléfono, dirección por dirección. Me lleva un montón de tiempo, es cierto; un tiempo que podría ahorrarme con alguna agenda electrónica, con la memoria del celular o al menos con un block de los transportables. Pero a veces elijo ejercitarme en la premeditada disociación entre escritura y provecho, huella perenne de esas lecturas de Georges Bataille que marcaron mi visión de la literatura, y me valgo de este tipo de prácticas a manera de entrenamiento.

Me acuerdo de no pocas personas en el momento de copiar sus nombres. Descubro que dejé de llamarlas desde hace demasiado tiempo, o que podría visitarlas algún día en que la fiaca o la fobia no me venzan, que también ellos me han relegado, que también para ellos me diluyo. De esta forma la agenda (no la agenda, en sentido estricto, sino la escritura) me ayuda a traer al presente esas casas que medio olvidé, esas voces que fui perdiendo. Que todo eso pase durante los primeros días de enero, cuando la agenda es flamante, me ayuda a plantearme en cada comienzo de año que debo empezar a salir más, ya no ser tan ermitaño, superar un poco este encierro que me ampara pero me arrincona, que me protege pero me amarga.

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Cada año, por supuesto, fracaso, y de hecho voy de mal en peor. No por eso pierdo la fe en los efectos de la transcripción de la agenda. Pero el momento más triste de todo el proceso de copia es el de dar de baja nombres: a los muertos del año no los copio, no tendría ningún sentido. Los muertos del año que terminó se actualizan en cada año que empieza: esos números de teléfono ya han pasado a ser de nadie; los nombres se han vuelto nombres puros, ya no sirven para llamar a alguien, ya ninguno responde por ellos. Es por eso que no los paso, y esa abstención es mi evidencia de que ya no existen más.

Una instancia menos triste, pero perturbadora a su modo, es la larga transcripción de decenas de personas de las que nada sé desde hace años, y a las que seguramente no voy a volver a llamar. Las pongo igual: es mi forma de retenerlas. Copio incluso esas direcciones que sin dudas ya no les pertenecen, casas donde viven otros, sitios a los que jamás iré. Otro momento delicado es el de la transcripción de los teléfonos de esas personas que me pidieron, con claridad y firmeza, que por favor ya no las llame más. ¿Nunca más? No, nunca más. Que no las llame, que no insista, que me olvide para siempre.

No es que piense desobedecer: si no quieren que llame, no llamo. Pero copio cada año sus nombres, sus apellidos, sus números, sus domicilios. Es mi modo de expresar, así sea de forma secreta, que el olvido no está a mi alcance.