El 65 por ciento de quienes terminan el secundario en Argentina intenta ingresar a la universidad, en su gran mayoría a alguna de las públicas. La tasa de pasaje es la más alta de Latinoamérica. Son cerca de 300 mil chicos al año que desean ser universitarios y obtener un título, conscientes de que hoy es sinónimo de ascenso social. Pero en los primeros pasos, la mitad se queda por el camino.El 20% abandona antes de rendir el primer examen y el resto aprueba alguna materia pero no llega al año siguiente. Antes del segundo año de la cursada, la mitad abandonó. Ni hablar de la recta final: sólo obtiene el deseado título universitario el 20% de quienes ingresaron.
Argentina es el uno de los pocos países en América latina, junto a Uruguay, que reivindican el ingreso irrestricto como una bandera democratizadora irrenunciable que permite el acceso a los estudios superiores a todos. Esa reivindicación resistió las políticas neoliberales de los noventa. Sin embargo, con estas cifras desoladoras y constantes hace un cuarto de siglo, ¿se puede considerar que esas políticas son realmente equitativas?
“El principal problema de la universidad argentina es el ingreso, pero hablar de esto parece ser tabú. Las demandas democratizadoras de la sociedad llevaron al ingreso irrestricto. Y plantear algún tipo de selección resulta políticamente incorrecto. Entonces no se habla, se esconde el problema debajo de la alfombra. En una reunión reciente con el ministro (de Educación) Alberto Sileoni, los rectores le pedimos que se asumiera este tema a nivel nacional porque la crisis es estructural y viene de la secundaria”, dijo a PERFIL Juan Carlos del Bello, actual rector de la nueva Universidad Nacional de Río Negro (UNRN), quien fuera secretario de Políticas Universitarias durante el gobierno de Carlos Menem, cuando se sancionó la Ley de Educación Superior vigente.
Hace más de veinte años se reconoció oficialmente un problema que parece haber llegado para quedarse: la crisis de la secundaria. Uno de los motivos parece ser el estallido de la matrícula, la masividad del nivel. En cincuenta años la cantidad de estudiantes secundarios se quintuplicó y hoy ya no pueblan sus aulas los jóvenes de las familias de mejores recursos. Esa nueva población, que pugna legítimamente por seguir estudiando, es bien distinta de los alumnos disciplinados que venían de familias acomodadas. Ya no existe el estudiante secundario tipo al que estaban acostumbrados los profesores. La secundaria es obligatoria para todos los chicos y la política que encara el Gobierno de otorgar a las familias humildes una asignación universal por hijo convierte ese nivel educativo en un lugar cada vez más inclusivo y hetereogéneo. Inexorablemente ese cambio de constitución del estudiantado repercutirá cada día más en la calidad de los saberes que la escuela imparte y el fenómeno, parece, avanza con más rapidez que la efectividad de las políticas de reforma que se ensayan para mejorar la enseñanza mientras se democratiza la escuela.
La culpa es de la secundaria. Es criterioso el sentido común que expresa el ministro Sileoni cuando afirma que el Gobierno no puede detenerse a esperar que haya pupitres suficientes para recibir a más y más jóvenes en las aulas, pero los problemas de la inclusión, la equidad y la permanencia en el sistema educativo van más allá que las falencias de infraestructura. Esto se pone en evidencia cuando no aprenden los chicos que están de pie en la escuela, pero tampoco los que se sientan en su banco todos los días.
En la provincia de Buenos Aires, donde la reforma de los noventa hizo estragos, encaran cambios en la secundaria mirando hacia el mundo del trabajo pero también hacia las universidades: más horas de matemática en el último año y colocar literatura como materia, con contenidos tomados de los diversos cursos de ingreso de las universidades de la provincia.
En una encuesta difundida por la Dirección General de Escuelas de la provincia se recoge el deseo expresado por el 98% de los alumnos bonaerenses: ingresar a la universidad, como única posibilidad que avizoran para crecer, mantener una familia e insertarse en la vida adulta.
La directora de Educación Media bonaerense, Claudia Bracchi, consideró llamativo que la universidad le eche la culpa del fracaso a la escuela media cuando “muchas veces los mismos profesores dan clases” en los dos niveles.
“En la universidad nos quejamos de la secundaria, decimos que los chicos llegan sin saber lo elemental, pero el 40% de los profesores del secundario se forma en las universidades. Entonces, ¿por qué los chicos no aprenden?, se preguntó Silvia Bernatené, docente de la Universidad Nacional de San Martín en su exposición ante el Seminario Internacional sobre los Sistemas de Ingreso organizado quince días atrás en Bariloche por la UNRN. “Será que nos cuesta entender a los nuevos estudiantes debido a la omnipotencia de los pedagogos, tendrá que ver con nuestra incapacidad de diálogo, con creernos portadores del saber absoluto”, se interrogó, a modo de autocrítica.
Cada universidad decide su ingreso. La Ley de Educación Superior vigente reconoce la autonomía de las universidades para, entre otras cosas, fijar su política de ingreso. En el artículo 35 deja librada a la decisión a cada casa de estudios. El Gobierno acaba de anunciar que enviará al Congreso un proyecto para reemplazar la norma que regula el funcionamiento de las universidades, pero el responsable del área, Alberto Dibbern, confirmó a PERFIL que el tema del ingreso irrestricto será intocable. “Argentina no quiere tener políticas restrictivas en el ingreso, entendemos la universidad como una oportunidad para todos y no para algunos”, afirmó el funcionario que encara desde la Secretaría de Políticas Universitarias una serie de medidas de articulación con la escuela media y becas para estudiantes de determinadas carreras (ver recuadro).
Pese a las cifras de desgranamiento de la matrícula, Dibbern insiste: “El ingreso es irrestricto, lo que no es irrestricto es la posiblidad de egresar. No se puede bajar el nivel para que todos egresen. Tampoco estoy de acuerdo con las presuntas soluciones de otros países, como el examen final del secundario. Son políticas restrictivas que no permiten que la universidad sea una oportunidad para todos”.
En cambio, el docente e investigador Antonio Camou (Universidad Nacional de La Plata y de San Andrés) invitó a superar las encerronas de un acalorado debate en torno a las supuestas virtudes “democráticas” del “ingreso irrestricto” ya que –apuntó– “en la mayoría de los casos (esa disyuntiva) termina por ocultar el penoso resultado, tanto para los alumnos como para el sistema, de un desgranamiento que antes de cumplir el año universitario abarca a no menos del 50% de los libremente ingresados”.
Lo real es que la mitad de las universidades públicas tienen algún curso de nivelación, articulación o ingreso. Los números indican que, en algunos casos, como en la Universidad de Córdoba, sólo el 50% de los inscriptos termina ingresando, en Jujuy el 40% y en la UNRN lo hacen los dos tercios de quienes se inscriben.
Es como si en la sociedad argentina hubiera un pacto de silencio para mantener la ilusión de que todo aquel que quiera puede llegar a la universidad pública y gratuita pero después, en los hechos, se los expulsa de a cientos.
Y son principalmente quienes provienen de los sectores sociales más desfavorecidos los que se quedan afuera, en forma similar a lo que ocurre en países que utilizan métodos iniciales de selección.
Sólo el 5% de la matrícula universitaria proviene del 20% de los hogares argentinos más pobres, mientras que el 30% integra el quintil más favorecido de la población, según el estudio “Eficiencia y equidad en el sistema universitario argentino”, del investigador cordobés Miguel Angel Vizzio.