Existe de larga data el uso de la palabra “seguro” en reemplazo de la palabra “supongo”. Cualquier cultor del chisme lo sabe, lo sabe cualquier lector del ensayo que Edgardo Cozarinsky le dedicó a este tema. Se suplía una palabra con otra, y ahí donde se decía: “Seguro que la dejó por otra”, “Seguro que a la noche le da al trago”, “Seguro que se quedó con la plata”, “Seguro que fue ella”, lo que había que entender (y lo que, en general, de hecho se entendía) es: “Supongo que la dejó por otra”, “Supongo que a la noche le da al trago”, etc., etc., etc.
Este recurso dictaba el estilo en los pasillos, las esquinas de barrio, los rincones de oficinas, los espacios consagrados al arte de la maledicencia asumido en el hablar por hablar. A la posterdad no se la mencionaba todavía; pero en la escala menor del chismorreo por gusto en cierto modo se la anticipaba: que las cosas fueran ciertas o inventadas no importaba demasiado, el asunto era hablar (hablar por hablar) y eventualmente descargar venenitos, rencorcitos, pequeñas o grandes envidias, enconos personales.
La transformación que en este tiempo produjeron las tecnologías es que todos hablamos con todos (fenómeno de conectividad) y que todos creemos conocer a todos (fenómeno de extimidad: confundimos la contemplación a distancia con el trato personal y cercano). En ese sentido puede decirse que el viejo “seguro”, empleado en lugar de “supongo”, ha cambiado su carácter: lo que alguien imagina de otro, la fantasía que se hace de él, es tomado como cosa certera, y como tal se lo arroja a la arena, como tal lo devoran las fieras.