Como miembros de una sociedad que convierte su cotidianidad en una permanente tragicomedia, los
hinchas del deporte argentino nos pasamos la vida flotando entre la euforia de ser los mejores del
mundo –a veces, los únicos– y el bajón por sentir que somos las peores basuras. Es
evidente que el deporte es no sólo el canal que usamos para olvidarnos de las miserias que a diario
nos someten los que gobiernan, sino también el nicho en el cual refugiamos nuestra frustración por
no poder ser tan buenos en lo nuestro como pueden serlo nuestros atletas en lo suyo.
En parte por esto es que, desde lugares más o menos caracterizados de los medios y de la
opinión pública, se calificó al 2007 como un año mediocre de nuestro tenis. Tal vez la falta de
protagonismo en los momentos decisivos de los Grand Slams o la prematura derrota en la Davis, pero
sobre todo la ligereza que tenemos para analizar el mérito y el esfuerzo ajeno, hicieron que
flotara ese concepto en un ambiente que no tuvo suficiente repentización para incorporar que, en
ese año, dos argentinos sumaron cuatro victorias ante Federer, que uno ganó dos Masters Series
seguidos –incluyendo una brochette con los tres primeros del ranking– y que otro sumó
tres títulos en la temporada. Justamente se trató de Cañas, Nalbandian y Mónaco, los hombres que,
desde mañana, convertirán a la Argentina en el país con más jugadores entre los 15 primeros de la
clasificación; mérito construido mucho más en 2007 que en lo que va de 2008.
Es decir, los merecimientos de tanto talento nos acostumbraron mal. Pero lejos de admirarnos
por la evolución de Mónaco, las vueltas de Nalbandian y Cañas o el surgimiento de Del Potro, nos
preguntamos qué pasa con Coria, o si Gaudio seguirá jugando después del ATP de Buenos Aires. Ni más
ni menos que la parte vacía de un vaso que solemos ver lleno cuando metemos nuestra voluntad en la
urna.
Del mismo modo, hoy no pensamos en cuánto nos costaba salir de la B en la Davis o en que
desde que ascendimos nunca tuvimos que jugar un repechaje, sino que cuestionamos una derrota en
Suecia o le damos poco rating a la Copa Davis que se viene con Gran Bretaña sólo por el hecho de
que ganar la serie será un mero trámite.
Una vez más, pasamos del fatalismo de ser los eternos perjudicados por los sorteos a la
indolencia por estar ante un partido fácil. En tiempos en los que el tenis argentino pasó de
“la historia a la historieta” (frase acuñada por Guillermo Vilas minutos después de que
Clerc perdiera ante Chesnokov y la Argentina descendiera a la B en 1985), hubo que enfrentar a los
Estados Unidos en Atlanta. Clerc y Jaite jugaron ante un equipo integrado por John McEnroe, Jimmy
Connors y Peter Fleming, trío que el fin de semana anterior se había adueñado del singles y del
dobles de Wimbledon. Fue el duro debut de Martín en la Davis, que aventajó en los ensayos a Roberto
Argüello. La serie estaba perdida de antemano, a punto tal que nuestro equipo apenas ganó un set.
El estadio –el OMNI, en el cual se consagró el Dream Team de 1996– estuvo repleto los
tres días y a nadie se le ocurrió creer que enfrentar a un rival débil relativizaba el valor por
ver en acción a los monstruos locales.
Aun con Nalbandian al frente, no imagino un estadio lleno para el fin de semana entrante. Y
no van en ello ni las vacaciones de febrero, ni el costo de los abonos, ni la caída de Wall Street.
Ni siquiera la proximidad del ATP porteño, que naturalmente castiga todavía más el bolsillo del
aficionado. Creo que si no llegara a haber un marco fantástico en el Parque Roca para el match con
los ingleses, será sólo por desidia, por esa sensación de que, si no hay exigencia en el rival, no
vale la pena tomarse la molestia.
Con idéntico vaivén, pasamos de la buena noticia que traerá la Davis a la incertidumbre por
la carrera de Gaudio y de Coria. Da la impresión de que no son casos idénticos. Se dice por ahí que
el de Buenos Aires sería el último torneo del Gato. Por respeto, admiración y afecto al campeón de
París 2004, prefiero dejar que las cosas pasen y que él decida. Sólo un puñado de imbéciles puede
tomar en broma lo mal que la ha pasado Gastón en la cancha últimamente. O creer que sus gestos son
sólo una puesta en escena. Es cierto que mucho más bravo que ser tenista es ser cartonero, como que
a nadie puede resultarle fácil ver que empieza a terminar la carrera a la cual dedicó toda su vida.
En el caso de Coria, el conflicto no parece ser integralmente tenístico. Sigue dando vueltas
sin explicación el tema de las doble faltas, pero pareciera haber algo anímico que destrabar. Y a
eso deberán contribuir también las personas de su entorno. Con respeto por cuanto conoce el paño el
papá de Guillermo –quien lo formó tenísticamente, por cierto– y entendiendo el rol de
un padre que sufre viendo sufrir a su hijo, no termino de comprender la declaración según la cual
Willy debería retirarse. Aun en crisis, sigue siendo un chico de apenas 26 años. Y volvemos al
punto de ponernos en el lugar de pedirle a alguien que deje de hacer aquello para lo que nació.
Como sea, y así como iremos al Parque Roca como quien va al cine sabiendo el final de la
película, preparémonos, quince días más tarde, para regalarles una enorme ovación a Coria y a
Gaudio, que tanto nos dieron y que, al fin y al cabo, no sabemos si tendremos otra chance más de
decirles, cariñosamente, adiós.