La semana pasada, Emilio Monzó expresó su deseo de abandonar la presidencia de la Cámara de Diputados (y, de paso, pronunció la palabra Madrid como destino posible de los nuevos servicios que se anima a prestar al Gobierno). Daniel Bilotta se ocupó del tema en este diario. Hábil político, Monzó percibió que había tocado un límite y que el lucimiento de sus cualidades se volvía imposible. Si la política la hace Marcos Peña, fiel escudero de Macri, a Monzó no lo necesitan. Sus ideas de tejido político chocan con el verticalismo de la jefatura de Gabinete, aprobado por Macri, que ejerce el poder también verticalmente, no a la manera de los dirigentes populistas, sino como los patrones de la vereda, oficio en el que se instruyó desde pequeño. Hay que prescindir de los vacilantes.
De igual modo, a Ernesto Sanz dejaron de necesitarlo desde el momento mismo en que las huestes de Peña se apoderaron del histórico botín de la UCR, para hacer trabajar a los radicales como palafreneros y sojuzgar sus arrestos con “más cargos” (según dicen quienes no quieren parecer estafados después de lo que ofrendaron al PRO). Un político, salvo que esté en condiciones de vengarse, no se confiesa estafado, porque equivaldría a admitir su ineptitud en la maniobra negociadora. Ninguna organización más desagradecida que el PRO con quienes hicieron posible su llegada al gobierno. Los radicales se lo tienen merecido, porque no pusieron antes las condiciones de la entrega.
Pero el caso de Monzó es diferente. Podría pasar el test de PRO puro, salvo que ese test exija también no haber pertenecido a ninguna organización política antes de la llegada del Mesías. Aunque no se use la palabra “infiltrado”, el test del PRO mide la intacta virginidad política anterior. Y el desagradecimiento es la reacción “normal”, cuando se piensa que alguien ya no es necesario. Alfonso Prat-Gay lo probó. Monzó va a probarlo. Pichetto, que sirvió con igual lealtad a Menem y a Cristina, probará esa medicina en el minuto mismo en que disminuya su astucia para alinear al Senado. O se entusiasme demasiado y siga reuniéndose con peronistas como Randazzo y Abal Medina, como lo hizo el último miércoles.
Si no pesan en las encuestas, los méritos no existen. Las encuestas no hablan de Monzó y, en consecuencia, desde una concepción hirsuta de la conducción, no importa mucho cómo se lo trata. Marcos Peña y el gobierno del que es capataz desprecian la idea que tiene Monzó de la política. No lo escucharon cuando, con discreción, propuso cultivar relaciones con algunos dirigentes peronistas, en una táctica más amplia que el apriete de los gobernadores. Aunque Macri recite que quiere transformar la Argentina, por el momento le interesan las victorias de corto plazo.
En el PRO no se cree en la construcción política sino en la subordinación. Los subordinados deben trabajar y callarse la boca, salvo que sean eficaces en los programas de la televisión. También deben timbrear, para mostrar que no solo entre ellos se frecuentan. Se impone una idea centralizadora y autoritaria de la política. Hasta ahora les ha ido bien con la suma algebraica de la máscara de hierro de Peña y las pastorales de la familia Macri en Chapadmalal o alguna estancia. Pero ¿se puede seguir así? ¿Basta con palabras como “sueños” y “felicidad”? ¿Basta con María Eugenia Vidal sonriente y rígida?
Del otro lado, los improperios abundan. MMLPQTP se canta a propósito de todo: quienes protestan y los que salen sin mucha organización a la calle no encontraron, por el momento, una consigna mejor. C5N distribuye la indignación de kirchneristas abiertos y tapados (quiero decir: gente que ejerce de manera diferente el derecho a ser opositor y ojalá pueda seguir haciéndolo).
Por su parte, el Foro de Convergencia Empresarial intervino amonestando a los opositores que proponen un rediseño de los aumentos de tarifas. De repente, los grandes empresarios y las más importantes organizaciones del sector se han vuelto largoplacistas; apoyan el aumento de tarifas y aseguran que todo será para mayor gloria y prosperidad de los argentinos. Aparte del contenido de su intervención, impresiona el franco apoyo oficialista. Los empresarios tienen derecho a expresarse. Muchos de ellos callaron cuando el derecho a expresarse podía costarles más caro, porque saben calcular bien las oportunidades; a los dirigentes de esas organizaciones no era excepcional verlos en las reuniones presididas por Cristina Kirchner en la Casa de Gobierno. Y, a menudo, sonreían. Pero no volvamos al pasado, ya que ningún empresario tiene el deber de ser un modelo de coherencia principista. Juegan en la política como se juega en la Bolsa.
Los gobiernos deberían persuadirlos sobre los valores de la moral pública. Sin embargo, ¿cómo persuadir a alguien de actuar correctamente en un país donde la Justicia se maneja con el timing de los juzgados federales? Lo prueba el sainete que tuvo a Cristóbal López como objeto, y a jueces y fiscales como protagonistas. Los operadores judiciales de Macri sacan diez puntos en timing.
Como las idas y vueltas judiciales, los grandes titulares sobre el dólar también ayudan. La Argentina tiene un imaginario monocorde: la divisa estadounidense. Lo que sucede con el dólar pesa incluso sobre quienes no van a comprarlo ni van a venderlo nunca. El dólar es la medida general de las mercancías. No me refiero a su valor real (sobre cuya influencia nos instruyen los economistas) sino a su valor imaginario. Las crisis de la deuda que se vivieron fueron interpretadas como crisis del dólar. Los altos y los bajos de la inflación también. El dólar es la medida universal del valor (economía política criolla). Esto no sucede en Brasil, país que ha atravesado varias crisis. Atados al imaginario del dólar, siguiendo la pizarra como a un oráculo, para los argentinos la divisa es un factor real, cuyo poder se fortalece en la medida en que tiene todas las capacidades imaginarias de lo que se desea y se teme. Nuestra experiencia económica se traduce a la lengua del dólar.
No me lo digan: estas cosas no se miden en las encuestas. En ellas, Monzó no figura y el dólar lleva el nombre de inflación. Pero, detrás de una forma de interrogar, y detrás de una forma de responder, hay un largo plazo cultural. Hace décadas, Perón preguntó retóricamente: ¿Quién vio un dólar? La respuesta es: todos lo imaginamos.