De pronto, como en una pesadilla ni muy aterradora ni muy amable, me encuentro rodeado de suizos. Suena el teléfono y seguro que es un suizo. Me hablará con un acento que finjo comprender, mientras busco parecidos con el alemán (eso que ellos pueden hablar sin llegar a hablarlo). Me metí en asuntos diversos con suizos de todos los valles: teatro, ópera, negocios raros.
El primer malentendido es corregir una duda cartográfica y comprender que Suiza no existe. Como escribe Raphael Urweider, mi coautor en una obra para el Instituto Goethe y Pro Helvetia: “De donde yo vengo, lo único que tenemos son valles/ y esto es para que la gente se desarrolle diferente en cada valle/ y apenas se comprendan”. Con Urweider, un poeta exquisito, deberíamos escribir juntos la obra, y sólo lo logramos parcialmente. Skype funciona como los valles de su Berna natal: te hace creer que te une, pero en realidad sólo aumenta ese tiempito de delay, de demorita, que hace que cada comentario banal se haga ominoso. Lo que ocurre en las pausas interminables entre un texto y otro pesa tanto como los kilómetros que separan nuestras órbitas. Mientras tanto, Urweider se saca una vértebra de lugar haciendo no sé qué (algo suizo) y no viajará para el estreno. Debo dar las pinceladas finales para hacer de los dos textos uno solo. ¿Será posible?
La cosa se hace desde hace años: acercar el drama europeo al argentino. Pero Buenos Aires, como Londres, se autoabastece de teatro y es reacia a importar tecnología. A veces es por un destiempo de diferencias estéticas insalvables; otras, por no poder pagar derechos en euros si los ingresos son en pesos. La ciudad se ufana de su cantera de autores, y es objeto de la añoranza de otros pueblos. Por eso –con tiempo y tesón– estos intercambios con Francia, Austria, Suiza o Alemania han mutado: no se busca importar texto europeo, sino que se ha puesto de moda el mestizaje. Escrituras conjuntas, paternidades compartidas, globalización del desconcierto. Los resultados son confusos y por ello apasionantes. Los autores que no se han dañado ninguna vértebra desfilan este agosto por aquí y se llevan algo más que el inicial malentendido de rigor. ¿Qué? Mmm. Sigo otro día.