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Procesión

Cuando éramos chicos con mis hermanos, en el cuarto había un cuadro de San Jorge matando al dragón, pues mi hermano lleva su nombre igual que mi padre.

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Procesión. | Marta Toledo

Mi tío José Bertoni, camionero, tenía una calcomanía de la Virgen de Luján en el parabrisas, al lado de los almanaques de mujeres en topless que regalaban las gomerías, del tamaño del bolsillo o la billetera del caballero. La Virgen lo protegía en los caminos y las chicas ligeras de ropas acompañaban los viajes largos, la modorra del camión a 80 kilómetros por hora. También tenía un rosario colgado del espejo, aunque José Bertoni era ateo, putañero, solterón empedernido y su única vinculación con la Iglesia había sido el bautismo. Tanto aquella escena fundacional (la mollera tierna del bebé José Bertoni ungida de aceite y agua bendita) como la Virgen y el rosario en la cabina del camión obedecían pura y exclusivamente a la superstición: de su madre primero y practicada luego por él que no creía en nada ni en nadie, pero como dice el dicho: que las hay, las hay. Algo de eso heredé. No creo en Dios pero a veces me descubro pidiéndole cosas tontas. Y no sé qué hacer con las estampitas de santos y vírgenes que me dan en el subte o el colectivo: cuando puedo las devuelvo, pero cuando no, no sé qué hacer: el temor a que caiga sobre mí una desgracia me impide tirarlas. Así que entre las hojas de los libros o en los cajones de los muebles siempre aparece algún San Cayetano, alguna Santa Rita, algún San Jorge.

Cuando éramos chicos con mis hermanos, en el cuarto había un cuadro de San Jorge matando al dragón, pues mi hermano lleva su nombre igual que mi padre. Y un cuadrito de la Difunta Correa, tirada en la llanura con un pecho afuera alimentando a su hijo recién nacido. No sé quién nos había regalado ese cuadrito, pero lo novedoso es que era eléctrico y en la parte inferior se encendía una lucecita escondida adentro de una flor de plástico. Quizá había sido un regalo de mi otro tío que vivió en Formosa y traía un montón de cosas modernas del Paraguay que no se veían en el pueblo. O de la abuela, que ya vivía en Buenos Aires.

Un amigo está escribiendo una novela que transcurre en la peregrinación a la Virgen de Luján. Hace unos años convenció a otros amigos y a su novia de entonces para que lo acompañaran. Hicieron el trayecto a pie. Todos terminaron con los pies ampollados. Otra amiga me contó que hace dos semanas se cruzó en Liniers con los peregrinos. El 6 de octubre se hizo la peregrinación (casi escribo: la marcha). Ella fue a tomar el micro a Rosario y en los alrededores de la terminal había grupos de fieles preparándose para la caminata, y grupos de evangelistas, megáfono en mano, arengando en contra de los falsos ídolos. La escena, contada por ella, era divertida. Me da la impresión de que los grupos cristianos, no católicos, están envalentonados. Mientras estuvimos todos estos años tratando de derribar a la Iglesia Católica, ellos fueron construyendo silenciosamente las suyas. Empiezo a verlos más seguido en las esquinas con sus atriles llenos de revistas. Los vi en una plazoleta el sábado, saliendo de Capital hacia Pergamino. En el camino a Pergamino, a la altura de Luján, en una estación de servicio también vi varios grupitos de fieles llevando palanquines con la Virgen de Luján en distintos tamaños: desde una gigante hasta otras más pequeñas. Me acordé de la anécdota de mi amiga y pensé que estos eran peregrinos con delay, llegando una semana tarde a la procesión. Pero no. Estos eran policías. Al parecer la Virgen es la protectora de la fuerza y la celebran ampollándose los pies una semana después que el resto de los mortales.

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