Me entero que cierta sociedad civil está a punto de obtener un decreto que le permita administrar un impuesto a las fotocopias y complicarles la vida a todos los que estudian. Otro sistema regulador, otra policía, otra asociación sospechosa entre funcionarios y concesionarios en nombre de una causa noble, que en este caso sería la protección de los derechos de autor. Los responsables de la sociedad tuitean unas declaraciones de Martín Kohan en las que este no menciona las fotocopias pero declara que los escritores merecen que su trabajo sea remunerado como el de todo productor. El tema da para largo, pero no puedo dejar de señalar que cobrar derechos de autor solo beneficia a quienes venden una cantidad importante de libros, mientras que para la mayoría de los productores, como los llama Kohan, esa remuneración es casi simbólica. Un remedio parcial sería producir muchos libros aunque vendan poco, pero no sé si es muy defendible que se escriba con propósitos recaudatorios. Kohan habla del esfuerzo y la dedicación de sus colegas, pero estas virtudes no tienen relación directa con la calidad de lo producido ni con las veleidades del mercado. Los regímenes del tipo soviético independizaron a los escritores de estas últimas y decidieron pagarles un sueldo por dedicarse a su tarea, aunque los hicieron dependientes de que los funcionarios del Estado los consideraran dignos de recibirlo. No parece que ese sistema favorezca la libertad intelectual.
Los escritores son remunerados de otras maneras por sus obras. Una de ellas son las residencias, esas estadías en algún lugar tranquilo del planeta que las universidades y las fundaciones les otorgan para que tengan tiempo para escribir alejados de las preocupaciones cotidianas. Se sabe que muchos libros se producen al menos parcialmente en esas condiciones y es posible que las residencias den por resultado obras valiosas. Pero me perturba un poco que un escritor tenga que escribir un libro para cumplir con su parte en el intercambio.
En estos días me puse a leer Lenguas vivas, el último libro de Luis Sagasti, en el que agradece a un retiro escocés de escritores “por brindarle las condiciones ideales para comenzar a escribir este libro”. Al terminarlo, me pareció que Sagasti era una especie de superproductor, un estajanovista de la literatura. No por la extensión sino por la multiplicidad de saberes que convoca. Sagasti cuenta episodios relacionados con la literatura, la música, la plástica, la física, la astronomía, la antropología, la lingüística, y me estoy olvidando de varias disciplinas. Se trata en general de anécdotas, de fragmentos biográficos que culminan con uno propio relacionado con la muerte de un hermano.
Los relatos despiertan el interés convergente de la divulgación y de la singularidad de sus protagonistas. Sagasti tiene una enorme cultura y un estilo virtuoso, por momentos lírico. Pero su trabajo parece consistir en la glosa y el embellecimiento del resultado de sus lecturas, acaso la última estación de un mecanismo que empieza con la investigación académica, histórica o periodística y va destilando subproductos en la cadena cultural. El suyo es un método literario extensamente practicado hoy en día, una orfebrería fina a la que nadie le negaría el derecho a ser remunerada. Tal vez el problema sea ese.