Entre 2015 y 2017, el más influyente espacio televisivo de Brasil, el Jornal nacional, de la Globo, abría todas sus emisiones con un caño de cloaca de la que salían ríos de reales. Era la metáfora gráfica que ilustraba el Petrolão, o Lava Jato, como quedó conocido el mayor escándalo de corrupción de la historia. La banda sonora que acompañaba esa imagen eran fragmentos de conversaciones telefónicas, interceptadas por la Justicia, entre corruptores y corruptos, protagonistas de todos los partidos de la política brasileña de los últimos veinte años, en los que arreglaban el pago de sus campañas electorales millonarias y otros desvíos. Las cloacas, las escuchas telefónicas y el resto, en un cuadro de crisis económica grave, generaron una repulsa tan grande que, se presentía, solo alguien proveniente de fuera de la política tradicional podría ganar la elección presidencial siguiente: la de hoy.
Sonaron los nombres de Luciano Huck, un presentador de televisión que se cree politizado; de Joaquim Barbosa, el implacable juez del escándalo del Mensalão, y de unos cuantos empresarios. Todos, por falta de apoyos partidarios o por falta de valentía para someterse al escrutinio público al que queda sujeto un candidato presidencial, fueron cayendo.
Solo quedó en ese segmento de los “antisistema” el capitán retirado del ejército Jair Bolsonaro, a pesar de ser un político profesional conocido a lo largo de dos décadas solo por sus opiniones políticas extremistas de apoyo a la dictadura militar (a la que no llama dictadura) y a la tortura (que defiende con uñas y dientes) y de censura a las minorías, sean indios, negros, nordestinos u homosexuales.
Sí, es un mediocre autoritario, misógino, intolerante y peligroso, admite parte de su electorado. Pero también, para ese electorado, es el representante de esa repulsa al sistema –a pesar de ser un parásito de Brasilia desde por lo menos 1991– y el símbolo de la autoridad que necesita el país.
Con el PSDB, la principal fuerza de centroderecha, diezmado por sucesivos errores, como las indignidades del ex candidato a presidente Aécio Neves y el apoyo al corrupto gobierno de Michel Temer, el capitán tomó el espacio de las derechas. Y como el PT, rival a la izquierda, se volvió sinónimo de corrupción en Brasil, a pesar de que los desvíos colosales de dinero público existen en Brasil por lo menos desde que Lula era un niño, Bolsonaro creció.
Para completar el fenómeno, deben agregarse dosis generosas de ignorancia del pueblo, alimentada a base de fake news, a veces de cuño religioso, a veces de comparaciones entre los 13 años del PT en el poder y el régimen de Venezuela, a pesar de que en Venezuela detienen a los políticos opositores, mientras que en Brasil los que fueron presos en la era del PT fueron los propios petistas.
Y queda también la cuestión de la “americanofilia”. Quien vive en Brasil lo sabe: la clase media brasileña encara los viajes a Disneylandia como un musulmán su viaje a La Meca. Y todo lo que es estadounidense se considera excelente, incluso lo más terrible, como los enajenados pastores evangélicos o la fascinación por las armas. Entonces, piensa esa clase media, consciente o inconscientemente: “Si en Estados Unidos está de moda elegir a un chanta intolerante y populista, tal vez sea hora de que Brasil haga lo mismo”.
Y esto sin hablar de los prejuicios de clase: en un país dividido desde el origen de su historia entre “casa grande” y “senzala”, donde vivían los esclavos, entre “señor” y “esclavo”, las elites nunca toleraron que un metalúrgico semianalfabeto llegase al Planalto. Y peor, que saliera de ahí con un 80 por ciento de aprobación y elogiado en todo el mundo.
Bolsonaro es producto de la repulsa al sistema, de la ingenua admiración por Estados Unidos y del complejo de superioridad de las elites. Hoy entraremos, si resulta electo, en una nueva era. Ojalá que, si todo fuera mal, podamos salir de ella través del voto.
*Periodista portugués. Corresponsal en Brasil de Diário de Notícias, de Lisboa.