Estas elecciones tienen un alto grado de volatilidad. Hasta octubre todo puede cambiar. Vivimos en una burbuja política con personajes cambiantes y cotizaciones de remate. Así es como funciona el sistema político en la actualidad. Ni símbolos, ni tradiciones, ni lealtades determinan los resultados electorales.
Las PASO conforman un ceremonial tranquilo. Los votantes expresan su preferencia sabiendo que nada importante se decide. Pueden darse el gusto de elegir sin pensar en el mañana. Pueden hacer valer lo que sienten hoy. No son decisivas salvo para eliminar en octubre a los que no alcanzan el mínimo de votos en agosto. Permite coquetear y apostar con la imaginación.
No difieren de un concurso de belleza. Lo que cuenta es el rostro, la dicción y la simpatía. En cuanto a las propuestas, los programas, los equipos, las plataformas, todo eso tiene una abstracción que no va más allá de un postulado intencional. Aquello que “debería ser” reúne a votantes y candidatos en el reino de los cielos en donde sólo hay armonía.
A pesar de este ambiente eleccionario poco comprometido, Sergio Massa llevó a cabo una proeza. Le ganó al kirchnerismo, que sacó todo su arsenal a la calle. Para enfrentarlo tuvieron que sumarse Cristina y Scioli que fueron quienes arrasaron en los comicios de hace dos años. Un intendente de la provincia de Buenos Aires volteó en las primarias al establishment político hegemónico. El Gobierno podrá minimizar la diferencia por no ser abultada. Pero ese mínimo era impensable hasta hace poco tiempo. Ningún político podía hacerle sombra a la Presidenta y al Gobernador juntos en una misma brega.
Pero, como decíamos antes, nada asegura que este triunfo de Massa sea sustentable. Por dos motivos. Para comenzar porque el Gobierno en estos meses que faltan hasta las legislativas le hará las mil y una tramoyas propias de la política basura para hundirlo. Así como hemos visto balazos en su auto, robo a su casa, acusaciones de narcotráfico en su zona, de ahora en más, el ataque del frente oficialista encontrará nuevos artilugios que intentarán desacreditarlo desde los más diversos ángulos.
Por otra parte, es el mismo personaje el que despierta serias dudas sobre su envergadura opositora. Como se dice ahora: no ha sabido construir a un adversario. Pero que se entienda bien lo que se dice cuando se sostiene que la práctica política necesita construir la imagen de un adversario. Hitler no tenía adversarios, ni los tenían Stalin, Videla o Firmenich. Se veían rodeados de enemigos en un modelo de política asimilable a la guerra en la que al enemigo se lo extermina. Por el contrario, en un sistema democrático, el adversario no es exterminable sino necesario. No es el chivo emisario que refuerza al tirano. Es el que está en frente en un juego político en los que hay reglas y derechos aceptados por los participantes. Quien pierde no desaparece, se convierte en minoría y se mantiene activo.
En ese sentido, Massa no tiene adversario. No es un opositor al Gobierno. Sólo alcanza a irritar al elenco gobernante, lo que no es poca molestia para quienes van por todo. Su campaña se basa en una trinidad retórica: inflación, seguridad, corrupción. En ninguna de estas tres hipostasías puede proyectar alternativas ni soluciones. La ciudadanía acepta la inflación de 25% mientras se le aseguren convenios por una suma semejante. El Gobierno ha modificado su estrategia. De relato liberacionista de los derechos que se ve deteriorado por escándalos de variado tipo, ha pasado a la fiesta del consumo. La clase media que vota Massa tampoco quiere perder su auto nuevo y sus viajes al exterior ni sus fines de semana largo. El kirchnerismo se los da. Además, el olfato ciudadano presiente que la inflación se baja con ajuste y nadie por ahora puede convencerla de lo contrario, y bien que hace.
En consecuencia, se convive, al menos por ahora, con la inflación, y se la teme menos que a la pérdida de ingresos o de trabajo.
El otro tema, la inseguridad, es aporético, no tiene salida. Mano dura no se quiere, garantismo menos. Entonces se anuncia que la solución es la educación, que es como pedir salvación, un milagro. Sin duda, si todo el mundo fuera distinto, las cosas serían diferentes. A veces, la oposición pareciera no decir más que esto. El último inciso de su pretendida renovación política, la corrupción, es algo que incomoda a Massa. Prefiere eludir el tema. Cuando el periodismo lo interroga sobre las denuncias en curso, evita dar nombres. No se suma a quienes difunden supuestas nuevas maniobras fraudulentas cada semana. Dice que lo resuelva la justicia, otro milagro. Por eso puede nadar en aguas tranquilas. Ningún candidato asume riesgo alguno cuando afirma que en un mundo educado y más justo deberían resolverse casi todos, sino todos, los problemas que inquietan al ciudadano.
El intendente de Tigre, al no nombrar a su adversario, no tiene identidad. Y su súbita aparición en la escena política anunciada con algarabía por consultorías y poderosos medios de prensa, a pesar de modificar el presente político, no augura perspectivas claras de futuro exitoso.
Su discurso pacificador no alcanza para ambiciones de liderazgo nacional. Tiene que dar batalla. Si no muestra que algo grave pasa en nuestra sociedad, si no dice que algo podrido se huele en la república, si no nombra al adversario y propone alguna gesta de grandeza más allá de lo que llama las preocupaciones del ciudadano común, se adaptará a las circunstancias, y por lo visto, hasta nuevo aviso, las circunstancias parecen no depender de él.
De no crecer su figura, nuevamente veremos que la atención dirigida a Massa por quienes buscan un cambio de política, se olvidará de él para enfocarse nuevamente en Scioli.
* Filósofo www.tomasabraham.com.ar