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Puig como cinéfilo

Lo más discutible de sus opiniones es la apuesta a la eficacia, el valor de la crítica más reaccionaria

Quintin150
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No sé qué habré hecho de malo que caí a ver El proceso que tendría que llamarse El castigo, qué asco, pobre Kafka, qué traición, ese Welles es un gran boludo.” La correspondencia de Manuel Puig recopilada en los dos tomos de Querida familia abunda en referencias cinematográficas. De hecho, el libro incluye un índice con las películas mencionadas y el cine es uno de los temas recurrentes de las cartas, donde se alterna con otras obsesiones de Puig como la preocupación por su carrera y la pasión por la ropa y los viajes.
El descubrimiento de la vocación literaria de Puig es una leyenda con final feliz, una historia de patito feo, de crisálida transformada en mariposa. En 1956, a los 24 años, Puig viaja a Roma con el fin de estudiar dirección de cine en el Centro Sperimentale di Cinematografia. Al cabo de unos meses, abandona la institución pero se traza el objetivo de ingresar en la industria del cine como guionista. Su estadía europea se prolonga por varios años, y allí, mientras trabaja subtitulando o lavando copas, escribe guiones que intenta vender sin éxito. Hasta que un día, haciendo un ejercicio de construcción de un personaje, la voz fantasmal de una tía le dicta veinticinco páginas. Así nace La traición de Rita Hayworth, la primera novela de alguien que no era un gran lector ni se había imaginado escritor pero que, recorriendo el camino inverso de tantos literatos encogidos a guionistas, terminará teniendo un reconocimiento enorme en el campo de la literatura. Las cartas son el testimonio más cercano de esa evolución.
Es sabido que Puig se inicia como espectador en compañía de su madre en las tardes de General Villegas, que ama sobre todo las viejas películas y la performance de las actrices, pero el lector de la correspondencia se sorprende un poco al comprobar que los apasionamientos juveniles de Puig pasan por cuestiones tales como la defensa de Gina Lollobrigida sobre Sophia Loren (“Esa vaca”). La especialista Graciela Speranza afirma que, durante esos años, Puig “revé decenas de clásicos de Hollywood pero vibra también con los nuevos filmes de Antonioni, Fellini, Bresson, Bergman, Resnais o Godard”. Las cartas muestran casi lo contrario: a cambio de algunos tibios elogios para Bergman o Resnais, el escritor se indigna con Antonioni (“La aventura, muy repetida y pedante”, “El eclipse, una lata que no termina nunca”) y con Fellini: “8 ½, algo que no tiene nombre, tan estúpida, pesada, intelectualoide, pretenciosa, creo que es la peor película que he visto en mi vida”. En cuanto a Godard, Sin aliento le parece “simpática y nada más”. Tras elogiar Vivir su vida y El desprecio, cuando llega Masculino femenino es lapidario: “Es IMPOSIBLE, se le fue la mano en la forma, lo peor de todo es que aburre bestialmente”. En cuanto a los clásicos, Puig asiste al estreno de The Searchers de Ford (“Me fui en la mitad”), Elena y los hombres de Renoir (“Pésima, mamarracho imperdonable”), Sed de mal de Welles (“Está completamente reblandecido”), Un rey en Nueva York de Chaplin (“Es algo lastimoso, no podría ser más estúpida y desagradable”).
En plena época de la política de los autores, Puig sigue hablando de las películas “de” Marlene Dietrich o de Ingrid Bergman. A veces acierta con un film y es capaz de advertir, contra la opinión general, que Marilyn Monroe o Robert Mitchum son buenos actores. Pero, normalmente, prefiere Marcelino pan y vino a Lola Montes y Doce hombres en pugna a Vértigo (“El último mamarracho de Hitchcock”). Tal vez lo más discutible del gusto cinematográfico de Puig no sea el cholulismo sino su apuesta al entretenimiento, a la eficacia y el profesionalismo, los valores de la crítica más reaccionaria.
El escritor que sostenía esa mirada populista sobre el cine es hoy central en el canon de las letras argentinas. Admirada y copiada, su obra es sinónimo de literatura de vanguardia. ¿No hay aquí un pequeño misterio?