Cuando se empieza a trabajar de periodista, suceden cosas extrañas: uno se convierte, de un día para otro y en la mente de los demás, en el depositario de saberes enigmáticos e informaciones reservadas, confusión a la que contribuye el desempeño de ciertos profesionales y aquel lema acerca del rol del cuarto poder. En las reuniones familiares o con amigos, por ejemplo, siempre llega el momento en que alguien pregunta sobre la veracidad del último chisme acerca del engaño de un conductor de televisión a su mujer, o de los avances en la investigación de algún funcionario de gobierno envuelto en asuntos turbios. De más está decir que, por lo general, hasta ese momento uno no tenía la menor idea de la existencia de aquel conductor ni de su amante, ni de que hubiera un nuevo funcionario de gobierno perseguido por enriquecimiento ilícito (sobre todo porque en estos casos la noticia no conlleva ninguna novedad).
Cuando llega el momento de la especialización, y se elige una disciplina por sobre otras (policiales, economía, turismo, cultura, política), desde ese momento y si uno trabaja a conciencia, es cierto, puede enterarse antes y mejor de las cosas que suceden dentro de los límites del campo elegido. Y las preguntas de los demás, en aquellas reuniones informales, se hacen más difíciles de eludir. Hay una que me persigue particularmente desde hace años: qué puedo leer. Así, con el correr del tiempo, me convertí en una especie de recomendador profesional de libros, tanto que desarrollé una técnica propia y aprendí a detectar qué título o autor va con cada persona de acuerdo a sus intereses y a los rasgos de su personalidad. Nada muy distinto a lo que el librero de oficio hace todos los días, salvo que en mi caso no existe retribución alguna (lo más que puede haber es un agradecimiento meses después, al que por supuesto y como una condena circular acompaña la pregunta encadenada: ¿y ahora, qué otra cosa puedo leer?). Los médicos y los abogados suelen ser acosados de manera similar, sólo que en esos casos ellos pueden desplegar una tarjeta personal y concertar una cita para vengarse pecuniariamente de semejante impertinencia.
Tanto interés por la literatura puede parecer extravagante, en un país en el que la mitad de la población confiesa no haber leído un solo libro a lo largo del último año. Pero tiene su explicación: todos los meses aparecen, únicamente en el mercado editorial argentino, unos 1.500 nuevos títulos. Me acaba de llegar una investigación de mercado, encargada por una empresa del rubro, que busca entender la manera en que los clientes llegan a las librerías y en qué piensan a la hora de comprar. Para empezar, y pese a los pavoneos de los cráneos del marketing, la mayoría (el 28 por ciento) de las personas entra a una librería porque le queda cerca, o porque estaba de paso. Y sólo uno de cada tres clientes que curiosean termina comprando. El 68 por ciento prefiere mirar tranquilo, recorrer y después consultar, en lugar de ser abordado por molestos vendedores. Al mismo tiempo, el 36 por ciento valora, por sobre otros atributos, que la atención sea buena, y el 30 por ciento que exista variedad en la oferta. El 32 por ciento compra libros una vez por mes, el 22 una cada dos o tres meses y sólo el 12 por ciento una vez por semana.
Pero acá viene el dato fundamental: el 62 por ciento de la gente que entra a una librería no tiene la menor idea de qué va a comprar. Es decir que, a no ser que comience a negarme, deberé seguir soportando la misma pregunta sobre qué leer una y otra vez, hasta el fin de mis días. Algo habré hecho, estoy seguro.