Pasé dos semanas en compañía de los hermanos Frith. Ambos se dedican a la música, aunque a uno le dio por la práctica y al otro por la teoría. El más famoso, Fred (1949), estudió literatura en Cambridge, se hizo de izquierda radical, fundó bandas como Henry Cow y Skeleton Crew, fue parte de la escena prog de Canterbury, del Rock in Opposition europeo, del downtown neoyorquino y tocó la guitarra (y el violín y todo lo demás) con una variedad notable de compañías: desde Robert Wyatt hasta John Zorn, desde Laurie Anderson hasta Brian Eno, desde el sofisticado autor vanguardista Heiner Goebbels hasta la elemental banda punk Half Japanese, desde el maestro del jamisen Sato Michihiro hasta el músico-lingüista René Lussier.
La música de Frith es difícil de encasillar (¿avant rock?), pero su universo de improvisaciones y regrabaciones admite la música clásica y el jazz, el folk y los ritmos orientales, la acústica y la electrónica, las melodías pop y las disonancias experimentales.
El otro hermano, Simon (1946), estudió en Oxford, fue crítico de rock y con el tiempo se convirtió en académico y sociolingüista. Bajo el título Ritos de la interpretación; sobre el valor de la música popular, se acaba de traducir un libro suyo que ya tiene veinte años. Es un ladrillo de 500 páginas, no sólo por la extensión sino porque este Frith tiene la tendencia a usar tanques de guerra para matar mosquitos. Para dar un ejemplo, hay un capítulo entero dedicado a demostrar que las canciones del rock pueden ser muy buenas como tales, pero no son importantes como poesías, algo de lo que uno se da cuenta enseguida cada vez que proponen a Bob Dylan para el Nobel de Literatura. Pero Frith rumia cada tema a la velocidad de un caracol insolado y cita a Adorno, a Lacan, a Sontag, a Barthes y a todos los nombres que hacen respetable un ensayo, además de tomarse un trabajo enorme de aclarar qué es un sonido o la función del cuerpo en la danza.
Pero, a pesar de que Ritos de la interpretación es finalmente un libro de texto con una tesis, ésta es interesante. Con las precauciones del caso, se puede enunciar así: entre la música culta y la popular no existen diferencias importantes, salvo en cuanto a sus usos sociales.
Simon no menciona a Fred en el libro salvo una vez, para comentar que los discos de su hermano les complicaban la vida a los responsables de las disquerías, que no sabían en qué batea acomodarlos. Pero la experiencia de leer a Simon mientras pasaban los variados discos de Fred y sus amigos me permitió un notable descubrimiento.
Gracias a la disponibilidad universal de la música (una tendencia irreversible, aunque hoy todavía requiera de un poco de trabajo y de la piratería) estamos cada vez más lejos de ser aquellos aficionados que atesoraban su colección de discos y los escuchaban hasta aprenderlos de memoria.
Hoy, escuchar música es una actividad potencialmente infinita que permite atravesar, sin detenerse, géneros, intérpretes, estilos y, sobre todo, aventurarse en lo desconocido. Pero al hacerlo, descubrimos que la vanguardia suena casi siempre bien, que tiene un papel clave a la hora de romper el acostumbramiento de la escucha y un poder enorme para absorber y también para diluir lo que antes era objeto de veneración y manía.