Un conocido chiste habla de Dios creando el mundo y asignando riquezas a los países. Dadas las muchas ventajas que el nuestro recibía, un ángel comentó el posible exceso, a lo que Dios respondió que para compensar tantos beneficios poblaría esta tierra con argentinos.
Dios sabe que algo en nosotros es capaz de arruinar las mejores posibilidades, pero nunca lo explicitó; y las ciencias sociales tampoco lo han aclarado. Para intentarlo, se requiere de un enfoque interdisciplinario capaz de vincular variables de personalidad con otras de niveles de análisis diferentes, como el estructural y el cultural. Aun cuando se trata de un enfoque con poca acogida entre los científicos sociales, me propongo señalar algunos de los elementos que ese enfoque debería articular.
La percepción que de nosotros se recoge en países vecinos, como la que surge del conocido chiste de hacer un gran negocio comprando un argentino por lo que vale y vendiéndolo por lo que dice que vale, es un buen disparador. Se trata de una característica muy nuestra: la soberbia, que ubicada en una cadena de relaciones condicionantes podría jugar un rol de nexo entre causas estructurales y manifestaciones que terminan constituyendo un tipo particular de cultura.
Las causas estructurales deben buscarse en un pasado exitoso que con pocos esfuerzos nos ubicó entre las diez principales economías del mundo. Haber tenido una infancia fácil no nos preparó para enfrentar los desafíos del crecimiento, y esto dificultó superar nuestra adolescencia y evaluar objetivamente nuestras fortalezas y debilidades.
En cuanto a las consecuencias de esta soberbia, una muy importante es la de pensar que siempre nos asiste la razón, por lo que somos reacios a escuchar las opiniones del otro; sopesar sus argumentos nos expone a descubrir que estamos equivocados, y eso nos resulta insoportable. Esto dificulta el diálogo y la comprensión de lo que nos pasa. En política y en economía, “sabemos” todo a partir de prejuicios y simplificaciones que defendemos en combates épicos para imponer utopías que, por definición, nada tienen que ver con la realidad.
Por otro lado, como esa soberbia nos dice que somos merecedores de lo óptimo, todo lo que se nos ofrece resulta insuficiente y nos genera una frustración que nos lleva al resentimiento y a la confrontación, tan nuestros.
Para complicar las cosas, nuestras conductas contradictorias han llevado a algunos analistas a hablar de bipolaridad. Además, podemos ser generosos frente a pedidos públicos de solidaridad, pero en lo privado practicamos el “sálvese quien pueda” o el “primero yo”; somos racionales y esforzados en nuestros asuntos personales, pero facilistas y emocionales en lo público, con efectos graves sobre lo político. Tenemos altos rendimientos individuales en ciencia, tecnología, literatura y otras actividades, pero desastrosos comportamientos colectivos. Nadie entiende nuestros fracasos económicos dados los recursos naturales que tenemos y la calidad de nuestra fuerza de trabajo; en cambio, nuestro desarrollo cultural, más ligado a lo emocional, goza de buena salud.
La repetición de este tipo de comportamientos públicos va conformando nuestra cultura política, la que a su vez refuerza esos comportamientos. Una cultura inmadura e inestable comparada con las de Chile o Uruguay, donde los valores influyen efectivamente sobre el comportamiento público de sus ciudadanos. En Uruguay, por ejemplo, no existen los trastornos derivados de los piquetes, y la explicación que dan los uruguayos al respecto es muy simple: los piquetes tienen una valoración negativa en la sociedad.
Aun cuando las ciencias sociales no tengan respuestas para entender las particularidades de nuestros comportamientos públicos, las fuerzas políticas deben tenerlas presentes ya que forman parte de las características y desafíos de la sociedad que pretenden gobernar.
*Sociólogo.