Salgo exultante. Maldito pero masivo, su arte está en el cruce doloroso de todas las paradojas de la era. Nunca entendí qué puedan tener contra él sus detractores. Tarantino es clásico. Es estético. Es berreta. Es único. Hace lo que no se debe. Y es en esta actitud irreverente que su cine es altamente ético: expande los límites de la libertad, en vez de hablar mansamente de ella con palabras bonitas.
Esa libertad implica que el cine, enceguecido de rabia, pueda desmentir a la sensata Historia. La trampa de Quentin es tan genial y tan sencilla que a nadie se le hubiera ocurrido: todos sabemos cómo terminó la Segunda Guerra Mundial, así que sabemos que el plan descuajeringado de estos ingloriuos basterds tendrá que fracasar. Pero Tarantino conoce la ecuación de lo complejo: ante cada nueva bifurcación, allí donde se abren posibles caminos, elige el que más traicione la cómoda expectativa, aumentando así la secreción salivosa de deseo. Deseo vacío, bruto deseo de seguir mirando.
Tarantino hace un cine de género (de género Tarantino) en el que las mersadas que en otro director serían elecciones estándar, se transforman en sus manos en singularidad absoluta. En profundidad.
Si el tema fuera –y es– el innombrable Holocausto, ¿qué cosa mejor se le puede pedir al cine que reventar por fin de libertad? La versión de la historia contada por este loco rectifica por fin un camino siempre torcido en aras de la vulgar responsabilidad: las películas sobre el Holocausto me dejan paralizado de congoja. Esta, en cambio, sin dejar de abonar a la memoria con bosta fresca, fabrica –merced a la receta fácil de la venganza impía– una alegría inmensa. Una alegría bella, positiva, estética. Una violenta alegría proyectada sobre el humo.