Søren Kierkegaard sostenía que somos la repetición. Que en la repetición se puede ver el ser-en-sí: “El recuerdo trata de mantener la continuidad de lo eterno en la vida del hombre, asegurándole una existencia temporal que discurra sin interrupción como una respiración acompasada e inefable en su unidad”, escribió el filósofo danés.
Gilles Deleuze agregó: “A pesar de que en la exterioridad todo cambia, la repetición logra mantener de forma constante la continuidad de la personalidad, de la existencia”. Y toda la filosofía de Platón estaba atravesada por el concepto de reminiscencia (anamnesis) para quien conocer es recordar. El inconsciente colectivo de todas las generaciones de argentinos actuales está atravesado por el recuerdo y la presencia repetida de la inflación.
La insistente recurrencia de la inflación demuestra que lo que comenzó siendo económico se ha transformado en algo cultural que tiene explicaciones técnicas mensurables, pero la verdadera y más importante es política en términos sociales, no solo gubernamentales: como en todo síntoma, querer lo que no se desea, desear que no haya inflación pero no estar dispuesto a hacer los esfuerzos para querer de verdad el deseo.
Hace ya 12 años, cuando entre lágrimas la ex directora del Indec Graciela Bevacqua expuso en el Congreso los aprietes de Guillermo Moreno, la contratapa de PERFIL titulada “La querida inflación” concluyó diciendo: “La verdad es que la inflación es querida por el Gobierno. Solo disimula porque sabe que no es políticamente correcto decir la verdad”.
Años después, ya con Macri presidente, esta contratapa volvió a titularse “Querida inflación” explicando que “para Dujovne es más fácil cumplir su meta fiscal con el 33% de inflación que con el 23% de Presupuesto “. Vale la pena volver a leer con la cosmovisión de la inflación de hoy el mismo tema con Cristina Kirchner y con Macri.
La edición que acaba de salir de revista Noticias dedicó su tapa al ensayo sobre la inflación escrito por el economista Gabriel Rubinstein, con el mismo concepto: “Claramente el acuerdo con el Fondo no se propone eliminar la inflación. (...) El Gobierno necesita como el agua alta inflación, es la única manera de que las cuentas fiscales cierren (...) la emisión monetaria de origen fiscal necesita de tasas de inflación superiores al 40%”. Por eso la pregunta que es el título de tapa de Noticias: “¿Le conviene al Gobierno bajar la inflación”. Solo un poco”.
En el reportaje extenso de esta edición de PERFIL de hoy con Ricardo López Murphy, se reflexiona entre el ideal: no tener inflación, y lo real: el costo que inicialmente tendría su eliminación. La inflación es un mal remedio que aplican los gobiernos. En el caso de Néstor Kirchner, que fue el verdadero responsable de su renacimiento porque comenzó su mandato con 6% anual de inflación. Con nuestra clásica bulimia buscando popularidad, Kirchner despidió a Lavagna para inyectar más demanda agregada a la que ya generaba una sana economía en crecimiento, Macri lo hizo usando el dinero del blanqueo para la Reparación Histórica previsional al mismo tiempo de bajar las retenciones a las exportaciones, que años después el FMI le hizo reponer.
Ahora la situación es más grave, ya no se trata de agregar demanda sino de mantenerla en niveles de subsistencia, porque reducir la inflación a estándares mundiales de un dígito dejaría al fisco sin lo que recauda por el gigante impuesto inflacionario y reduciría los ingresos del Estado en el equivalente al 3,5% del total del producto bruto, casi un 8% del total del gasto.
Esta cuenta es con la economía actual pero quien gane las elecciones en 2023 deberá proponer otra economía donde su promesa de baja de inflación no genere más pobreza porque se compense con crecimiento económico producido por otras premisas. El acuerdo con el Fondo Monetario Internacional, como bien dice la oposición, es para que el gobierno de Alberto Fernández llegue a diciembre de 2023 sin una implosión y no para que baje la inflación, como también bien explica Rubinstein. Nada distinto del acuerdo del FMI con Mauricio Macri para lo mismo: llegar a las elecciones de 2019 sin implosión, y en ambos casos con alguna posibilidad electoral.
Mañana el reportaje largo de PERFIL será al Premio Nobel Joseph Stiglitz, quien, a diferencia de López Murphy, cree que la prioridad actual de la Argentina no es la inflación sino la pobreza.
Cuando en diciembre pasado entrevisté a Alberto Fernández, una de las preguntas fue: “Cuando se tratan temas de equilibrio fiscal, de ajuste o de superávit, lo que se discute es cómo se financia el Estado. O se lo financia endeudándose, aumentando impuestos, bajando gastos o cobrando impuesto inflacionario. Implica asumir que la inflación es un impuesto para financiarse. Dado que no tenemos quién nos preste más, no queremos endeudarnos, no logramos ponernos de acuerdo en qué aumentos de impuestos producir y no podemos ponernos de acuerdo en qué bajar. ¿No sería transparentar decir que nos financiamos de esa manera?”
Y su respuesta fue: “Pero no queremos financiarnos con impuesto inflacionario. La inflación es muy nociva. Es el impuesto que paga el pobre, el que consume”.
Esa es la declaración políticamente correcta de todos los gobernantes pero, puestos a administrar, enfrentan su dilema: al producir la reducción del gasto público necesario para no emitir, inicialmente quienes más sufrirían el ajuste serían los pobres, aunque con el tiempo serían los más beneficiados. Pero, como decía Keynes: “En el largo plazo todos estaremos muertos”.