La cuarentena le va corriendo el arco a la actividad económica. Durante la presentación de Alberto Fernández y la posterior conferencia de prensa (un buen augurio: esta vez hasta incluía preguntas de los periodistas que asistieron), el profesor de Derecho Penal hizo gala del carácter que le imprimió su paso por las aulas.
Con gráficos que mostraban cómo la curva se iba aplanando en lugar de dispararse como en otros países y hasta comparando con nuestros vecinos con tan dispares respuestas frente a la crisis del Covid-19, insistió en la teoría de que la parte económica debía esperar su turno ante la premura de la salud. Sus dichos no son caprichosos, sino que surgen luego de contactos con el comité de expertos (epidemiólogos y sanitaristas) que lo aconsejan y que incluso se han presentado públicamente con el Presidente.
Sin embargo, otro docente de la materia Economía en la misma facultad probablemente le hubiera recordado al colega que lo económico no es una parte de las actividades humanas sino un aspecto, muchas veces indivisible, de su comportamiento. Si se presenta como una batalla entre vidas y ganancias, o menos caricaturizado, entre salud y puntos del PBI, la respuesta a la que se orienta podría resultar engañosa. Por ejemplo, durante las recesiones aumentan los casos de patologías cardíacas, psiquiátricas, adicciones y hasta de violencia doméstica. También en materia de seguridad (con o sin ciberpatrullaje) se alteran los delicados equilibrios que se logran conseguir y todas las consecuencias que trae la inactividad, el desempleo y la incertidumbre laboral.
La pandemia trae también otra novedad en el paradigma sociopolítico argentino: no hay culpables unívocos de un flagelo universal que, además, es provocado por un virus imperceptible. Quizás por eso se acepta con resignación que tendrá su costo ineludible. La discusión, en este sentido, es su intensidad y su financiación. Así como los médicos hablan de aplanar la curva de contagio, para la economía existe también una curva (pero invertida) de inactividad que ahora mismo está tocando su valor más bajo. La presión por aflojar el aislamiento simplemente es por comenzar a desandar ese camino. Cada sector, y aun cada localización, tiene argumentos diferentes para mostrar el aporte en materia de actividad y hasta el costo para el fisco de amortiguar su parate con medidas de contención. La diagonal para poder sortear este dilema está en tener abundante información y un monitoreo más preciso para poder realizar un “aislamiento inteligente”. Esto incluye testeos direccionados, no necesariamente masivos, para que las muestras orienten hacia eventuales focos de contagio. Claro, esto requiere más recursos y un funcionamiento muy calibrado del tablero de control.
La otra cuestión es el financiamiento del “costo económico” de la inactividad obligada. La respuesta que le van dando los países que nos llevan entre uno y dos meses de ventaja en la aparición de la epidemia es un salto cuantitativo y cualitativo en el gasto público: no solo para la logística sanitaria, sino para seguros de desempleo, subsidios globales por sector y préstamos a tasa cero para que el aparato productivo “no se oxide” y pueda ponerse de pie cuando la pandemia sea un mal recuerdo. Lo financiarán básicamente con operaciones de crédito a largo plazo (bonos) para absorber el tsunami monetario. Las medidas como la de gravar las “grandes fortunas” son vistas más como gestos que como eficientes en sí mismas para paliar el déficit provocado. El año pasado, ese impuesto (Bienes Personales) recaudó el equivalente al 0,5% del PBI. Acá, el rojo fiscal inducido es de entre diez y veinte veces más. Claramente insuficiente y dudosamente necesario en una economía que requerirá de más crédito, ahorro e inversión para sortear la crisis.