Al comienzo de esa novela extraordinaria que es Cien años de soledad, Gabriel García Márquez recrea el escenario del libro del Génesis, pero en esta ocasión no lo sitúa entre los ríos Tigris y Eufrates, en el Jardín del Edén, sino en Macondo, la aldea colombiana en que transcurre la historia de la familia Buendía. Y, como en el texto bíblico, cuenta que en el origen de los tiempos muchas cosas carecían de nombre, por eso para mencionarlas había que señalarlas con el dedo.
Ciertamente, la historia humana consiste, al menos en cierta medida, en ir poniendo nombres a las cosas para incorporarlas al mundo humano del diálogo, la conciencia y la reflexión, al ser de la palabra y la escritura, sin las que esas cosas no son parte nuestra. Sobre todo, porque las casas de barro y cañabrava y las piedras pulidas del río pueden señalarse con el dedo, pero ¿cómo mencionar las realidades personales y sociales para poder reconocerlas, si no tienen un cuerpo físico?
Es imposible indicar con el dedo la democracia, la libertad, la conciencia, el totalitarismo, la belleza, la hospitalidad o el capitalismo financiero; como es imposible señalar físicamente la xenofobia, el racismo, la misoginia, la homofobia, la cristianofobia o la islamofobia.
Por eso, estas realidades sociales necesitan nombres que nos permitan reconocerlas para saber de su existencia, para poder analizarlas y tomar posición ante ellas. En caso contrario, si permanecen en la bruma del anonimato, pueden actuar con la fuerza de una ideología, entendida en un sentido de la palabra cercano al que Marx le dio: como una visión deformada y deformante de la realidad, que destilan la clase dominante o los grupos dominantes en ese tiempo y contexto para seguir manteniendo su dominación. La ideología, cuanto más silenciosa, más efectiva, porque ni siquiera se puede denunciar.
Distorsiona la realidad ocultándola, envolviéndola en el manto de la invisibilidad, haciendo imposible distinguir los perfiles de las cosas. De ahí que la historia consista, al menos en cierta medida, en poner nombres a las cosas, tanto a las que pueden señalarse con el dedo como, sobre todo, a las que no pueden señalarse porque forman parte de la trama de nuestra realidad social, no del mundo físico.
Así ha ocurrido con la xenofobia o el racismo, tan viejos como la humanidad misma, que ya cuentan con un nombre con el que poder criticarlos. Lo peculiar de este tipo de fobias es que no es producto de una historia personal de odio hacia una persona determinada con la que se han vivido malas experiencias, sea a través de la propia historia o de la historia de los antepasados, sino que se trata de algo más extraño. Se trata de la animadversión hacia determinadas personas, a las que las más de las veces no se conoce, porque gozan de la característica propia de un grupo determinado, que quien experimenta la fobia considera temible o despreciable, o ambas cosas a la vez.
En todos los casos, quien desprecia asume una actitud de superioridad con respecto al otro, considera que su etnia, raza, tendencia sexual o creencia –sea religiosa o atea– es superior y que, por lo tanto, el rechazo del otro está legitimado. Este es un punto clave en el mundo de las fobias grupales: la convicción de que existe una relación de asimetría, de que la raza, etnia, orientación sexual, creencia religiosa o atea del que desprecia es superior a la de quien es objeto de su rechazo. Por eso se consideran legitimados para atacarle de obra y de palabra, que, a fin de cuentas, es también una manera de actuar.
En esta tarea de legitimar opciones vitales más que dudosas tiene un papel importante nuestro cerebro interpretador, que se apresura a tejer una historia tranquilizadora para poder permanecer en equilibrio. Y esta interpretación de la superioridad es una de las que más funcionan en la vida cotidiana, aunque esa presunta superioridad no tenga realmente la menor base biológica ni cultural. (...)
Sin duda, las actitudes xenófobas y racistas, que son tan viejas como la humanidad, sólo en algún momento histórico fueron reconocidas como tales, sólo en algún momento las gentes pudieron señalarlas con el dedo de su nombre y evaluarlas desde la perspectiva de otra realidad social, que es el compromiso con el respeto a la dignidad humana. Es imposible respetar a las personas concretas y a la vez atacar a algunas de ellas por el simple hecho de pertenecer a un grupo, sea de palabra o de obra, porque la palabra no invita únicamente a la acción de violar la dignidad personal, sino que a la vez es ella misma una acción.
Sin embargo, y a pesar de que el termómetro de la xenofobia ha subido una gran cantidad de grados en países de la Unión Europea, sobre todo desde el comienzo de la crisis, mirando las cosas con mayor detención no está tan claro, como hemos comentado, que en la raíz de este ascenso se encuentre sólo una actitud como la xenofobia.
Por traer a colación un (...) o caso, (...) el 25 de junio de 2016, apenas conocido el resultado del referéndum británico, que se pronunciaba a favor del Brexit, aunque fuera por un margen muy escuálido, la prensa trajo dos noticias interesantes que afectaban a Gran Bretaña y a España. En Gran Bretaña las gentes se sentían preocupadas, entre otras cosas, porque los emigrantes españoles que trabajaban en el sector sanitario alcanzaban una elevada cifra entre médicos y enfermeras y eran, además, de una excelente calidad. Se trataba de inmigrantes calificados, muy bien formados, que permitían engrosar el PIB del país y mejorar el bienestar de la población.
Naturalmente, por muy extranjeros que fueran, no había el menor interés en expulsarlos, sino que más bien era un alivio percatarse de que el proceso de abandono de la Unión Europea iba a ser tan largo que no había que preocuparse de que tan buenos profesionales tuvieran que dejar el país. El famoso “in-in”, “out-out” quedó entre paréntesis en cuanto el pragmatismo de un lado y otro aconsejó ir construyendo muy pausadamente el proceso de separación. (...)
*Catedrática de Etica y Filosofía de la Universidad de Valencia. Autora de Aporobia, el rechazo al pobre, editorial Paidós.