Camino al hotel, desde el Aeropuerto de Salta, el auto que me transporta se detiene ante un semáforo en rojo. Miro al costado, y en la vidriera de un local se lee: “Para nosotros es muy importante que venga, pero es más importante que vuelva”. Parece un buen argumento de marketing. Levanto la vista y antes de que el auto retome su marcha, me doy cuenta de que es la vidriera de una… gomería. Pienso en que en otro tipo de negocio ese eslogan puede generar malos entendidos: en un consultorio médico, por ejemplo.
Vuelvo a lo mío y sigo leyendo los diarios de la mañana. Todos hablan de la reapertura del canje para la deuda argentina que todavía está en default.
Que la Argentina esté volviendo, o mejor dicho, tratando de volver al mercado voluntario de crédito, para aprovechar esta “ventana de superliquidez y amor al riesgo” de los inversores internacionales y terminar finalmente con el default suena razonable. Siempre resulta una buena noticia que un Estado como el argentino, transgresor serial, quiera regularizar su situación como deudor. A la larga, todo lo que se haga para parecerse al resto del mundo civilizado termina abaratando los costos de capital de largo plazo y, por lo tanto, favoreciendo la inversión, el crecimiento, el trabajo y el salario.
Sin embargo, me queda la misma sensación extraña que tendría si, luego de arreglar una goma pinchada, el mecánico se despidiera diciéndome: “Lo más importante para nosotros es que vuelva”.
Que la Argentina vuelva a endeudarse para pagar su deuda no es una buena noticia. Es la perfecta señal de que “no hemos aprendido nada”. El crédito público no es malo en sí mismo. Es un instrumento al que se recurre o bien para financiar inversiones que beneficiarán a más de una generación, o bien para cubrir problemas transitorios de liquidez, o bien para suavizar una transición hacia un programa financiero más ordenado, evitando, así, un ajuste desproporcionado de la economía.
Pero cuando el crédito público se utiliza, simplemente, para perder tiempo, postergar lo impostergable, hacer populismo, financiar gastos injustificables, o derroche, creando una transferencia regresiva desde el futuro hacia el presente, “que vuelva el crédito” no es una buena noticia.
Obviamente, a los acreedores, a los bonistas, a los banqueros, sólo les importa convertir los papeles que tienen en su poder en un valor superior. Recuperar parte de lo que pagaron, cobrar comisiones, hacer su negocio. Y está muy bien.
A la Argentina, insisto, le conviene ser “un país en serio”, y eso no está en discusión. Pero lo cierto es que estamos apenas unos pocos años después del canje de 2005, o de los canjes de finales de los 90, o del megacanje de 2001, obligados a evitar caer nuevamente en la trampa de “la dinámica de la deuda”.
Me explico. Un Estado deudor “en convocatoria”, en crisis, consigue quitas y fija bajas tasas de interés para su deuda renovada. Si se comporta responsablemente en materia fiscal y evita tener que recurrir nuevamente al mercado de deuda para financiar la deuda que vence, va reduciendo su endeudamiento y mejorando su perfil de riesgo financiero, de manera de bajar drásticamente su costo de financiamiento de largo plazo, si lo necesita, y permitir el acceso al crédito a las inversiones privadas a tasas razonables. Eso es lo que han hecho, mayoritariamente, nuestros vecinos y otros integrantes del mundo emergente, aprovechando la bonanza de los últimos años.
Si, por el contrario, se requiere financiamiento nuevo, para renovar la deuda “de la convocatoria” que va venciendo, esa deuda se renueva, en general, a tasas superiores a las que fueron negociadas en la crisis. Y si además no se cancela todo el capital que vence, cada vez se debe pagar más intereses, porque sube la tasa por riesgo y porque sube el monto de la deuda. En otras palabras, el peso de los servicios de la deuda en las cuentas públicas va creciendo a medida que se cancela deuda negociada en medio de la crisis por deuda “de mercado”, y no se cancela capital.
Esto es lo que le sucedió a la Argentina en los 90, después del Plan Brady, y esto es lo que puede suceder ahora, no sólo con la deuda que se va a reconocer con el canje, sino con la deuda en su conjunto. La aritmética es sencilla. En números redondos, la Argentina, a tasas relativamente bajas, necesita todos los años “juntar” entre 2% y 3% del PBI de superávit operativo para pagar los intereses de la deuda y evitar que ésta espiralice con “la magia del interés compuesto”.
Si no adoptamos, rápidamente, una conducta fiscal responsable en la Nación y en las provincias, y ello implica otro sistema impositivo, otra estructura de gasto y otra coparticipación, repetir la dinámica de la deuda de los 90 que explotó en 2001 es un escenario posible en el mediano plazo.
Lo ideal sería que dijéramos: “Es importante el canje, pero más importante es que no vuelva la deuda”.