Hace unos días, La Sra. Peña, que ha reivindicado su “libertad de opinión”, reconoció al mismo tiempo que “nada va a cambiar por lo que opine o sienta”. La contradicción podría haberse considerado grave en un mundo más atento a la coherencia discursiva, que ya no es el nuestro.
La semana pasada, la Sra. Angélica Gorodischer ponía bajo el ominoso título “¿Y ahora qué digo?” el malestar del opinólogo contratado: “Yo lo que quiero es... Caramba, qué es lo que quiero”. Por su parte, el Sr. Fogwill se declaró en huelga definitiva en relación con la política y prometió consagrar su pluma sabática a “chismes e infidencias” del “gremio editorial”, “por lo menos, hasta nuevo aviso, es decir, hasta tanto alguno de PERFIL o el propio Jorge Fontevecchia me llame a la cruda realidad” (Quique: escribí lo que quieras, pero por favor no nos dejes).
Yo mismo, el 8 de noviembre de 2008, había escrito que “es muy difícil sostener una columna de opinión, sobre todo cuando uno carece incluso de deseo de opinión. La ‘opinología’ reposa en un estatuto del sujeto (sujeto privilegiado que dice cualquier cosa desde su lugar olímpico, legitimado por un cierto supuesto-saber que puede ser tanto la microbiología como el panteísmo: opinar es del orden de la adherencia), que nunca terminará de convencerme”.
Ahora que el malestar parece generalizarse, tal vez convenga señalar algunas características de la realidad en las que éste se funda.
¿Para qué, en efecto, opinar sobre ese pantano medio inmundo que es la política (agregar “local” sería redundante porque, después de la crisis de los universales, toda política es hoy local, o mejor dicho: local y global al mismo tiempo, glocal)?
El Sr. Fernández (ese que participa del grupo áulico del poder regente) acaba de calificar a algunos dirigentes: “Cobos es un traidor y Carrió una desquiciada”. Cristina Kirchner, en cambio, le parece “un cuadro político de excepción” y Néstor Kirchner, “otro cuadro político de excepción”. “Los dos –sintetizó– conforman un proyecto común.” La opinión del Sr. Fernández es curiosa, porque nace de las entrañas mismas del poder regente y, sin embargo, parece totalmente desafecta a lo político (nada la diferencia de las adherencias de la Sra. Peña).
Leyendo esos fragmentos de discurso entiendo nuestro malestar colectivo: es imposible analizar la política desde el momento en que sus actores han decidido suspender la razón política: no habiendo ya partidos, sino sólo proyectos más o menos personales, dinastías, corrientes de simpatía y familias regentes, las “ideas políticas” han pasado a integrar el panteón de los recuerdos y es improbable que hoy cualquier adulto menor de treinta años pueda dar cuenta del conjunto de representaciones que alguna vez coagularon en los principales partidos políticos de la Argentina.
Para “hacer política”, hoy lo único que importa es “la caja” y “el uso de la caja” (si uno compra a fiado, le conviene llevarse bien con el almacenero). Y, como en cierto sentido, “los medios son fines”, el Sr. Fogwill acierta al subrayar la identidad entre el mundo mediático y “la política”: “ineficiencia, corrupción y fraude” son sus rasgos constitutivos.
Pero fuera de “la política” (es decir: ese juego más o menos infame entre quienes ocupan el poder regente y quienes aspiran a ocuparlo y al que no pueden renunciar por un misterio que es al mismo tiempo jurídico y antropológico) está “lo político”, que sería, se nos dice, precisamente el reino de los medios sin fin.
Por una extraña pirueta de los tiempos (que, como no somos melancólicos, habría que agradecer sin hesitación alguna), “hacer política” (la caja y su repartija vil) se volvió apolítico, y por eso muchos prefieren referirse a “lo político” (lo que verdaderamente, lo único, que importa: la felicidad de todos y cualquiera) como lo impolítico: eso que señala la vía de escape fuera del círculo de los que han quedado presos de una manía de repetición.
“La política” (aquello sobre lo que no se puede sostener un discurso) es cosa del pasado, al que sostiene (y en el que se apoya) como mero vehículo de sus negociaciones opacas al sentido (es decir: insensatas), y al que trata no como una unidad viva sino como una pieza más en el tablero del juego de la muerte.
“Lo político”, por el contrario, se funda en el futuro abierto de la vida, cuyas formas definen una vida en la cual sus procesos, actos y modos jamás son simplemente hechos sino siempre, y antes que nada, posibilidades de vida, potencias. En esa diferencia, tal vez, radica nuestro malestar.