Quienes conforman hoy la oposición han señalado reiteradamente los abusos del poder: la concentración de atribuciones en manos de la Presidenta y la delegación hecha por el Congreso. La oposición despliega el argumento democrático y republicano: la existencia de una pluralidad de intereses legítimos, la importancia del acuerdo y sobre todo la trascendencia del marco institucional que establece las reglas del juego.
Es probable que de ahora en más la oposición deba agregar otras proposiciones, de tipo positivo. Políticas alternativas, y no sólo cuestiones de método. Pero aquí comienza el problema, pues cualquier política –más aún si se trata de políticas de largo plazo– requiere una herramienta de aplicación. El caso es que la gran herramienta, el Estado, está hoy hecho trizas, deshecho, reducido a una máquina exactiva. Sólo quedan los despojos del botín.
En otros tiempos, cuando la Argentina era un país potente, tuvo un Estado activo, capaz de planear políticas y ejecutarlas. Pero a la vez, fue un Estado con dificultad para lidiar con los intereses que debía regular y controlar –las corporaciones–, que gradualmente lo colonizaron, maniataron y expoliaron. En los años setenta se llegó al paroxismo de esa situación, y a la vez comenzó un giro significativo. Los militares entregaron el botín a financistas, contratistas y a la propia corporación militar, que se sumó al festín. Pero a la vez, optaron por reducirlo sistemáticamente, y en particular debilitar sus agencias de control, con el argumento, por entonces más convincente, de que achicar el Estado era agrandar la nación.
Las promesas de Alfonsín sobre las potencias de la democracia, propias de la ilusión de 1983, chocaron con la falencia de la herramienta estatal. La tarea siguió en las décadas siguientes. Para paliar su déficit, se redujeron al mínimo sus funciones sociales. Para beneficiar a los más fuertes, se redujo al mínimo su capacidad de control. Pero el Estado mantuvo sus prácticas prebendarias, tanto con Menem como con Kirchner. Fueron gobiernos depredadores, que descalificaron las normas e instituciones, las desgastaron, ignoraron o destruyeron. Para quienes quieran gobernarlo, el Estado es hoy como un automóvil sin acelerador, freno ni volante; una herramienta inservible y hasta peligrosa para quien quiera hacer con él algo que se aparte del camino trazado.
Cualquier programa alternativo debe tener como primera prioridad reconstruir el Estado. Liberarlo de la colonización corporativa, que impulsa su acción prebendaria. Ubicarlo como árbitro y regulador de los diferentes intereses sociales. Devolverle su potencia. Dotarlo de las agencias y la burocracia que lo conviertan en maquinaria eficaz de las directivas del gobierno. Agencias que estén presentes en lo social y lo sujeten a normas, desde lo elemental a lo general.
La reconstrucción de la normatividad y de la eficiencia estatal es necesaria pero no suficiente. Emile Durkheim dijo que el Estado es el lugar en donde la sociedad piensa sobre sí misma. Habló de un proceso de circulación continuo, en el que las ideas y propuestas pasan del núcleo estatal pensante, formado por gobernantes ocasionales y funcionarios permanentes, a la esfera social y sus espacios de deliberación, y vuelven, enriquecidos y consensuados, al Estado.
Un proceso complejo, que incluye las asambleas representativas, la opinión y otros muchos ámbitos de deliberación.
Cualquier cosa que nuestra sociedad quiera hacer requiere de un Estado eficaz y capaz de pensar políticas estatales. Su tarea habrá de ser poner en movimiento una sociedad compleja, plural, que sólo con el reconocimiento de esa pluralidad puede marchar junta por un mismo camino. Se trata de actuar políticamente potenciando las partes, las diferencias, los intereses y sus conflictos, y de componerlos en una trama institucional que no puede tener otra forma que la republicana. Esa mira debería tener, me parece, quienes piensan una alternativa para la actual forma de gobernar.
*Historiador. Director del Centro de Historia Política de la UNSAM e investigador principal del Conicet.