A veces, los sábados, íbamos a almorzar a lo de mis abuelos paternos. Después de comer, mi padre se retiraba a uno de los cuartos, y si yo quería, por ejemplo, jugar un rato a la pelota, mi abuela me lo prohibía diciendo: “No hagas bochinche. Tu papá tiene que descansar, porque es nervioso, está enfermo. No es sano como tu abuelo”.
Para mi madre, la palabra de su suegra era palabra santa. Así que los domingos, en casa, cuando mi padre quería dormir la siesta, el silencio debía reinar como en un cementerio de provincia. Al parecer yo no cumplía la orden sepulcral con el rigor que era menester, y una vez, para que su descanso no se viera interrumpido, mi padre me obligó a dormir en la cama matrimonial con él. Por supuesto, la siesta es un agradable hábito de los adultos, pero para un niño la obligación de reposar y permanecer callado es una pesadilla.
El cuarto está cerrado y guarda el calor del verano. El sol pega contra los postigos, cuyos visillos entornados filtran algo de luz. Mi padre se adormece de inmediato y yo me quedo mirando cómo el resplandor pega sobre la puerta del ropero abierta. Del corbatero cuelgan algunas corbatas de seda o rayón, y el rojo y el amarillo y el azul destellan. Espero que mi padre entre en sueño más profundo y cuando empieza a roncar estiro una pierna y trato de bajar de la cama, pero él abre un ojo y me dice: “Quedate y dormí”. Me quedo un rato más, contando los segundos, que se hacen minutos. No tengo sueño, así que trato de pensar en algo, pero no se me ocurre nada, salvo medir el paso del tiempo. Los filamentos de luz van adelgazando su intensidad, volviéndose mortecinos, y las corbatas y el espejo biselado y el cuarto comienzan a entrar lentamente en la sombra. Me levanto sin hacer ruido y salgo, mi madre me ve y dice: “¿Qué hacés acá?”. Levanta una mano y apunta en dirección al cuarto.
Afuera, el fulgor del mundo es un cuento.