Se cumplen quinientos años de la muerte de Raffaello, el gran genio del Renacimiento, y la megamuestra en las Escuderías del Quirinal, en Roma, habrá de ocurrir entre trompetas apocalípticas de coronavirus. Así de absurda ha sido siempre la relación del arte con todo lo otro. Los directores de museos evalúan las distancias mínimas de riesgo entre visitantes en los metros cuadrados de sus salas. ¿A qué distancia es peligroso ponerse a mirar la Dama del Unicornio? Claro que el peligro no está solo en los demás concurrentes a la cita con lo renaciente, sino en las mismas telas, objetos frontales de rejunte directo de suspiros bacterianos y esputos del Oriente.
Es –por otra parte– muy romántico contraer una enfermedad apocalíptica de la irradiación de la pintura. Raffaello habla hoy en mil lenguas diversas que atraviesan quinientos años de humanidad desaforada; no sé si en su perfecta e impostada armonía no estaba prevista esta fecha de barbijos y datos cruzados.
Que la tasa de mortalidad es más baja que la de una gripe, que los que mueren en realidad estaban afectados de otra cosa, que se trata de un gran boicot yanqui al gigante asiático y que la maternidad de la Suizo-Argentina no tiene conexión edilicia con la sala en la que se recupera el primer caso de coronavirus argentino ya mutado.
Debe ser venganza del Bosco, que también cumplió hace poco sus quinientos. Ese orden ficticio y raffaellesco del Renacimiento, ese loco despertar del hombre griego en plena Edad Media, no puede ser sino una broma para esconder el caos en que se vivía entonces. En que se vive ahora.