Las teorías sobre la democracia hablan de un pueblo soberano que elige a sus representantes para gobernar. Pero no aclaran cómo los ciudadanos pueden ser ayudados para tomar esa decisión, dado que en su mayoría ignoran cuáles son las medidas concretas más adecuadas para satisfacer sus demandas socioeconómicas. Ante una mala elección, solo pueden no volver a votarlos; pero el daño ya está hecho.
En nuestro país, el problema se agrava por un rasgo cultural que nos caracteriza como sociedad: un alto nivel de expectativas de bienestar que se espera sean satisfechas por un Estado omnipotente y generoso. Expectativas que se remontan a cuando nuestro país llegó a ser la quinta potencia económica del mundo, hace más de un siglo; y que se consolidan, para los sectores medios con los gobiernos radicales entre 1916 y 1930; y para los sectores obreros y populares a partir del 45 con un proyecto político que aprovecha la Segunda Guerra Mundial para iniciar una sustitución de importaciones acompañada de un fuerte proceso de movilidad social ascendente con apoyo del Estado.
Frente a ese condicionamiento cultural, las fuerzas políticas, en tanto ofertas de representación, se han limitado a promesas fáciles y cortoplacistas que, al no ir acompañadas de los procesos productivos que generen los recursos necesarios, nos han condenado al estancamiento económico y la pobreza; una cultura dominante que no libera un número de votos suficientes como para consolidar una fuerza política que intente una estrategia económica de largo plazo, creadora de riquezas y de empleo genuino.
Podría pensarse que las elecciones de 2015 significaron un principio de cambio en esa cultura facilista; sin embargo, debe admitirse que coexistieron otros varios factores coyunturales que ayudaron a ese resultado. Por eso, y más allá de cómo se resuelva la coyuntura actual, parece necesario trabajar para modificar los imperativos de esa cultura de manera que los diferentes partidos se animen a plantear estrategias económicas de más largo plazo con transformaciones estructurales, sin temor a perder el favor del voto popular. Estrategias que en lo económico no diferirían entre sí tanto por sus objetivos (Perón hablaba ya de productividad hace varias décadas) como por la coherencia de las propuestas y la confianza en la capacidad de llevarlas adelante con más eficiencia y equidad social.
Para modificar esa cultura, se hace necesario ayudar a los ciudadanos para que tomen conciencia de que las propuestas demagógicas que hablan de satisfacer demandas sin especificar de dónde saldrán los recursos necesarios llevan necesariamente a un déficit fiscal que distorsiona el funcionamiento de la economía, crea inflación y ahuyenta las inversiones, que son la fuente de los recursos necesarios. Y en esa tarea, los llamados “formadores de opinión” (analistas, técnicos, periodistas especializados) pueden hacer mucho para esclarecer sobre la racionalidad económica de las ofertas políticas, presionando a los candidatos de todas las fuerzas políticas para que expliciten claramente cómo se financiarán las medidas que prometen en sus campañas, evitando así la demagogia y los infantilismos emocionales.
La propuesta de un Estado garante de un bienestar sin exclusiones debe complementarse con la explicitación de las políticas que ese Estado va a adoptar para contar con los recursos necesarios. Porque cuando un Estado no crea las condiciones que favorecen las inversiones productivas se expone a un doble efecto negativo: por un lado, debilita su única fuente de recursos genuinos que resulta del cobro de impuestos; y por otro, esa insuficiencia de inversiones significa menos empleos, lo que lo lleva a necesitar de más recursos para asistir socialmente a esos desocupados. Conclusiones elementales que surgen de la experiencia en todos los países del mundo desarrollado y que fueron recogidas por un primer ministro socialista (Manuel Valls) ante el Parlamento francés cuando ratificó que “la riqueza y el empleo los crea la empresa privada”.
*Sociólogo.