En los corrillos artísticos de la Francia de mediados de siglo XIX se contaba que el pintor americano James Whistler le solicitó a Gustave Courbet que le “prestara” durante unos meses a su modelo Joanna Hiffernan porque quería probar los efectos de la luz del sol sobre su rojiza cabellera. Courbet accedió gentilmente a la solicitud de su amigo, pero en el curso de los días el infeliz de Whistler fue dominado por la obsesión y comenzó a celar a la Hiffernan, a celarla y pintarla, a pintarla y celarla, y terminó por construir una propiedad laberíntica donde la escondía para que nadie más que él la viera y la pintara.
Tan monstruosa resultó su monomanía que hasta le retiró el saludo a Courbet, como si éste, a cambio de hacerle un favor, hubiera cometido con él la mayor de las descortesías.
Aquella conducta extravagante primero divirtió a Courbet, luego lo inquietó, y finalmente lo ofendió, así que decidió proporcionar una lección al ingrato. En su siguiente exposición individual, a la que bautizó con el nombre de “Pabellón del Realismo”, exhibió una obra que ganaría fama con el título de El origen del mundo: allí había retratado en todo su esplendor el brillo íntimo y pelirrojo de Joanna Hiffernan. No había rostro ni persona, sólo unas piernas entreabiertas para mostrar el contraste entre la luz del pubis y la palidez de los labios.
Pictóricamente, era la primera vez en la historia de las artes plásticas que a alguien se le ocurría mostrar los genitales femeninos en semejante posición y con semejante precisión y detalle. ¿Asistió Whistler al vernissage? No lo sabemos. Pero es posible que la noticia de la exhibición escandalosa lo impulsara aún más en su decisión de seguir pintando sólo a esa mujer que el otro retrataba abierta y entregada.
Y sin duda, también debe de haber entendido que su fantasía de posesión única tenía un punto débil. Porque era evidente que Courbet había conocido muy bien a su amada, y antes que él.