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EL 10 DE BOCA Y EL 29 DE RIVER, DOS CRACKS, EL ETERNO CONFLICTO

Riquelme, Teo, Kinski y el villano

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“Kinski seguía a los gritos y los indios me ofrecieron matarlo. ‘¿Lo hacemos porti?’, me dijeron, y hablaban muy en serio. ‘¡No, por Dios! Lo necesito para el rodaje, déjenlo’, respondí. Pronto lamentaría haberlos detenido.”
Werner Herzog, recordando a Klaus Kinski, un actor genial, pero intratable, en la filmación de su “Aguirre, la ira de Dios” (1972), en plena selva peruana.

En su documental Mi enemigo íntimo, Werner Herzog relata –y muestra con escenas dantescas– la compleja y violenta relación que lo unió a Klaus Kinski, su actor fetiche. Trabajar con él era tortuoso. Cualquier detalle, por pequeño que fuese, podía provocarle un estallido de furia. El café demasiado frío o muy caliente; el mínimo roce físico con un extra –corría a lavarse las manos con alcohol–, que alguien le tocara el pelo o lo observara más tiempo de lo debido, que hablaran a sus espaldas, que no lo saludaran o que lo saludaran mal. Nadie se salvaba de sus alaridos, sus insultos y sus desafíos a pelear. Kinski era, para Herzog, la solución y el problema. Lo enriquecía su talento, lo desquiciaba su locura. El clima en el set era irrespirable, pero el resultado valía la pena. Juraba que ésa sería la última vez, pero volvía a llamarlo. Tenía una buena razón para hacerlo. Era genial.

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Marlon Brando tampoco era fácil. Coppola tuvo que lidiar con sus cambios de humor en El Padrino y durante las tres tensas semanas en las que le dio vida al coronel Kurtz en Apocalypse Now. Pensar en un reemplazo era tentador, pero inverosímil. “Como el abogado de un condenado a muerte, enumeré las razones que hacían a Brando irremplazable. Una, la más importante, era que poseía ese aura entre los otros actores, algo parecido a lo de Don Corleone con los suyos”, explicó años después.

Robert Aldrich logró el milagro de hacer una gran película como ¿Qué pasó con Baby Jane? juntando a Bette Davis y Joan Crawford, dos divas que se odiaron siempre, antes, durante y después del rodaje. ¿Puede pasar en el fútbol? Muy difícilmente. Las Bette Davis y Joan Crawford de cada plantel no tardarían en armar esos intensos culebrones que alimentan a la prensa y enfurecen a los hinchas. Recuerdo pocas excepciones que confirman la regla. Dos, en Boca. Bianchi, en sus anteriores etapas, y Russo, en la Libertadores de 2007, dirigiendo con éxito a planteles divididos. Los futbolistas suelen pasar mucho más tiempo juntos que los actores –salvo que sean dirigidos por un alemán loco como Herzog, capaz de acampar en plena selva o hacer que un barco trepe por la ladera de una montaña, como en Fitzcarraldo–, que pueden filmar escenas por separado, sin cruzarse. Y la convivencia, a veces, es una bomba de tiempo.

La historia de Riquelme es larga como película de Kurosawa; tan rica en títulos como en internas, esas guerras secretas que los protagonistas disimulan en público y revelan off the record para regocijo de los periodistas amigos. Hasta Lucchetti. Porque el hoy arquero de Atlético Tucumán gritó lo que antes se susurraba. Brutalmente sincero o resentido, habló claro, sin vueltas. Y no se desdijo. Tiene su mérito.

“¿Si Falcioni se fue de Boca por Riquelme? Obvio. ¿Alguien tiene dudas? Yo, ninguna. Si chocás con él, chau, te tenés que ir. Cómo será la cosa que cuando Angelici era tesorero renunció porque no quería renovarle por cuatro años y ahora que es presidente se lo tiene que fumar. No disfruté para nada mi paso por allí. Y aunque Riquelme diga que es feliz y juega en el patio de su casa, tampoco la pasa bien. Viví su pelea con Palermo y era todo cierto. Cuando Erviti estaba por firmar, me preguntó cómo era la cosa y le conté. Me dijo que quería terminar su carrera en Boca y le advertí que en seis meses iba a pensar lo contrario. Ahora lo charlamos, se ríe y me da la razón. Para jugar ahí tenés que ir al psicólogo tres veces por semana”.
Glup.

La calidad de Riquelme como futbolista no está en discusión. Fuera de la cancha es un líder silencioso, lleno de misterios, astuto para sumar voluntades, protector de sus incondicionales, implacable con sus enemigos. A esta altura, sólo el tiempo puede imponerle un límite. Si está entero, será protagonista de una nueva película de culto, otra genialidad compartida con Bianchi. Si no, será el Paganini de Kinski –un sueño al que Herzog nunca quiso sumarse–, que el furioso Klaus escribió, actuó, dirigió y financió en soledad. La gran película que pudo ser y no fue; la última función. El final.

Si Riquelme tiene su propia corte, Teo Gutiérrez se corta solo. Es un solitario en estado de rebeldía latente que pasa del rezo piadoso a la trompada en un segundo. Lo único que comparten es esa extraña habilidad para atraer a los conflictos.
Teo se fue mal del Trabzonspor turco; de Racing; de Lanús, donde jugó dos partidos y huyó; y ahora del Cruz Azul, donde tenía contrato, lo que provocó que los mexicanos hicieran lo imposible para complicar su llegada a River. Pero ya está. Con él, Ramón Díaz –como Herzog con Kinski– se asegura dos cosas: talento y… problemas.
Sabe jugar donde más duele, es veloz, potente, hábil y define con la precisión de un cirujano. Es un 9 de manual. Pero además es –según diagnosticó el ojo clínico del Coco Basile, su técnico en Racing cuando se peleó con Saja en el vestuario, sacó “la máquina” del bolso y provocó una estampida general– un “bipolar”. Es decir, un chico amable como el doctor Jekyll que, de pronto, se convierte en Mr. Hyde, el villano perfecto. Trato de no ser prejuicioso. Ya tiene 28 años y quizá esté más sereno, maduro. Ojalá. Me permito dudar. De otra manera, suena inexplicable que las ligas europeas de primer nivel hayan ignorado a un delantero con semejantes recursos técnicos.
Lo dicho. Ojo con River, muchachos. Con Teo, es candidato, seguro. Al título y a alguna cosita más, que ya veremos.