Con un brío inesperado, más por urgencias propias que por necesidades colectivas –como sucede siempre–, la fecha electoral del año próximo se instaló por adelantado entre algunos argentinos específicos: los que viven de la política. Y lo que tal vez debía ocurrir o discutirse en octubre empezó ahora y a través de conflictos. La oposición, que juraba unirse para enfrentar a los Kirchner, parece estallar en nuevos y multiplicados bloques. Un desenlace obvio: hasta ahora, por más que prediquen lo bien que trabajan en el Parlamento, los opositores no han podido sacar una sola ley. Ni siquiera colaron una norma para que Cristina de Kirchner, acosada y temerosa, fuera al armario de las fantasías y sacara el rayo láser del veto. El huracán legislativo que se anunciaba contra el Gobierno siempre se quedó a diez cuadras de la Casa Rosada, destreza kirchnerista para instalar un dique con tentaciones, amenazas, promesas y efectividades conducentes (si uno quiere recordar aquella frase de Hipólito Yrigoyen). Restan aún el presupuesto y las retenciones, a seguir quizás la misma ruta oficial; ni siquiera, en lo pírrico, podrán contar con el lavado de cara al Indec, único proyecto que burló al kirchnerismo en el Senado, al que Diputados aprobará con maquillaje incluido o, si intenta mutarlo más razonable, deberá devolverlo a la Cámara alta para nuevo debate. Otra peripecia que, de salvarse –siempre y cuando lo desee el matrimonio–, todavía deberá claudicar en el stop presidencial del veto.
En el adelantamiento de la campaña, Elisa Carrió explotó el Acuerdo Cívico –y tal vez su propia Coalición– luego de minar a los socios (radicales y socialistas), quienes en silencio y a su vez ya habían decidido prescindirla por intolerable. Flexibles, los radicales se desbloquean y hasta el jefe partidario parece advertir: “No se olviden de Sanz”, ya que Ricardo Alfonsín y Julio Cobos se empantanan en sus pretensiones presidenciales. La elasticidad partidaria, movimientista, se aprecia en la Capital, antaño radical: se vislumbra un ascenso estelar hacia la alcaldía de Ricardo López Murphy, de la mano provincial de Juan Manuel Casella y la porteña de Jesús Rodríguez, sin oposiciones fuertes, asimilado, olvidando hasta el hijo de Raúl Alfonsín, Ricardo, al que una vez su padre apartó de la UCR –junto a otro economista, Adolfo Sturzenegger, tiempos de listas negras como si previeran la posterior llegada del kirchnerismo– más bien entornan al economista ahijado de Ricardo Balbín, que desde la cárcel se hizo representar en la ceremonia del bautismo por Arturo Frondizi. Otro dato: a pesar de sus desplantes deliberados, jamás la Carrió se expedirá contra López Murphy: lo ve una vez por mes, la atrae su contracción al estudio de las cuestiones porteñas y, con lo que le cuesta, es capaz de poner la mano en el fuego sobre su honestidad. Lastimado por Lilita, a su vez el socialismo se presenta más calmo, aunque imantado también por el anticipo de campaña: Hermes Binner se despegó de ella y, caballero, le obsequió una rosa a Cristina con “el Gobierno debe fijar las retenciones”, augurio de que votará en el Congreso con el oficialismo en ese tema tan delicado y controversial. Una sospechosa jugada que compromete a Pino Solanas, algo retrasado ante las movidas de otros, que coquetea con la onírica margarita de ser jefe de Gobierno o presidente, indecisión que hace fastidiar y transpirar al economista-diputado Claudio Lozano, que hace meses se inspiró inspirado en el sueño de capitanear el gobierno capitalino a través de los votos.
En cuanto al peronismo disidente, la fronda hizo su escalada: a duras penas Eduardo Duhalde se pudo encerrar con otros presuntos candidatos, Alberto Rodríguez Saá, Mario Das Neves y un Felipe Solá que, dicen, garantiza someterse al bonaerense si éste prospera en las encuestas (por lo tanto, no debe creer que Duhalde progrese en las encuestas). Importa consignar un detalle: estos hombres se han propuesto el compromiso de firmar un documento en el cual jurarán presentarse a internas en un partido alternativo al PJ de los Kirchner. Una clausura a pases y ventas futuros. Mientras, apartan a Mauricio Macri del otro lado de la línea de cal (por si llueve, entretanto Duhalde se deleita en conversaciones privadas de un solo turno con Gabriela Michetti, a quien el imperio del Conurbano atrae más que el mínimo entorno ético que podría sostener Carrió). Al boquense lo sorprendió en pañales este anticipo electoral, mal fotografiado y acosado por la Justicia oficial (tampoco parece ayudarlo la suerte). Se debe distraer en lo que no tenía pensado y hasta teme no consagrar una jugada clave: la unificación de los comicios capitalinos con los nacionales, el año próximo, ejercicio a imponer al cual le falta un solo voto en la Legislatura (serio disgusto para el ensamble de los Kirchner). El duhaldismo y compañía se han jurado extraditar a Francisco de Narváez si éste no se allana a la conducción. Y amenazan: primero, fantaseando con futuros disturbios entre Olivos y Daniel Scioli para salvar al gobernador con la ambulancia y, en última instancia, tapándose la nariz, apelar al Massita tigrense que de vez en vez es acariciado por Néstor. Más ofendido que desconcertado, De Narváez –a quien no llaman para la mesa del cuarteto en jefe con la excusa de que no podría ser candidato a presidente como los otros– se resiste a las intimidaciones, torea al propio Duhalde y todavía guarda impulso disuasivo para endulzar la amarga opacidad de Carlos Reutemann. En esa empresa comparte criterio con Macri, quien habrá de visitar al santafecino en menos de l5 días. Si hasta Duhalde lo imagina como número dos en su fórmula; al menos así se lo transmitió Chiche a Verónica, la mujer de un Reutemann que nunca, para tanta gente, se ha vuelto indispensable.
Este nervioso clima opositor parece favorecer al oficialismo, aunque en la casa aparecen turbulencias internas: se cruzan hasta herirse los propios diputados (caso Silvia Vázquez versus De la Rosa en la última sesión) o consumen tiempo precioso con gritos e imputaciones discutiendo casi dos horas por la aprobación de una escuela shopping en un lugar de La Rioja. Cada uno juega la propia y, si no fuera que Néstor seduce animales sueltos para su corralón venidero como un head hunter indiscriminado, sobre todo en Buenos Aires, se diría que alguien se olvidó de los botones del mando en el Congreso. Aun cuando las elecciones del año próximo sean lejanas, casi inescrutables (por más que las encuestas formulen progresiones favorables, nadie del kirchnerismo puede explicar cómo habrá de alcanzar 40% para la primera vuelta electoral), igual la pareja sureña disfruta el momento, un buen pasar por condiciones económicas propicias y diagnóstico favorable de estabilidad futura –certeza que en los seres humanos provoca sensaciones milagrosas como amnesias convenientes– y consideran que la inflación de 25% o 30% no es una amenaza. Si alguien lo piensa y lo vierte, un telefonazo y Hugo Moyano enuncia sandeces, hasta habla con asco de la “inflación cero”, olvidando que ese eslogan lo repitió el peronismo primero de Cámpora y luego de Perón. Claro, era una mentira.
Así se entiende a una Cristina más afirmada en su sillón luego de tres años de penurias, distanciada de aquella dama que compartía el dolor de la gestión con la gobernadora fueguina, Fabiana Ríos, ambas diciendo que no veían la hora de volver al hogar. Hoy no repetiría esas palabras. Más: su gran problema, si Néstor llegara a ser presidente, es qué hacer en Olivos, no le pidan que cocine o planche, nunca se tentó con ser ama de casa. Y hasta su marido transita el buen humor –salvo que hable de Magnetto o del campo–, abre los brazos, promete que hay pan para todos y no levanta el tono en sus discursos, como si estuviera en misa –vade retro, Satanás, alarmaría Bergoglio– como si un metabloqueante le controlara los excesos orales. Parece otro. Quizá por un optimismo exagerado. Es que falta tanto, demasiado, por más que los corceles ya estén briosos y en línea.