Oiga, Jefe, ¿puedo en este espacio quejarme de y denunciar a una repartición pública? Gracias, Jefe, usted es una maravilla.
Unos años atrás yo estaba en Denver (EE.UU.) por un congreso y otras actividades y un día a las tres de la tarde estaba trabajando en la computadora del departamento que me habían prestado. De pronto ¡pum! se cortó la luz. Yo, ciudadana de la Argentina, no me preocupé. Me fui a pasear, sacar fotos por ahí, ir al supermercado. Volví a la hora y un ratito después volvió la luz y seguí laburando. Al otro día el quilombo nacional era estentóreo e indignado. ¡¿Cómo una hora sin luz?! Me llamaron amigas de Nueva York, de Boulder, de Saint Louis, a ver si me había pasado algo, qué horror, una hora sin luz, etc. etc. etc.
Hace dos días y medio que en nuestra casa la luz se apaga y se prende, se apaga y se prende. Se apaga. Tres, cuatro, hasta diez segundos a oscuras, se prende. Se apaga, etc. Dos días y medio. En las casas linderas no pasa nada con la luz. En la nuestra se apaga, se prende, se apaga, se prende, unas ocho, diez, doce veces por día y por noche. Vino Leandro, el príncipe de los electricistas: no pasa nada en la instalación; hay que llamar a la EPE (Empresa Provincial de la Energía). Me sentí morir. Pero llamé. Me atendieron tan bien que otra vez me sentí morir, pero de felicidad. “Después de mediodía vamos”, me dijeron. Jefe, ¿adivine qué? Adivinó. No vinieron. De ahí en adelante llamé, llamé, llamé y nunca me atendió nadie. Sólo una vez una voz de robot me dijo que dejara un mensaje. Lo dejé. ¡Adivine! Adivinó y no contestó nadie ni vino nadie. Y aquí estamos con se apaga se prende se apaga se prende.
No, no me voy a mudar a Denver porque tengo miedo de que se me corte la luz.
Gracias otra vez, Jefe.