Los años 40, años sin mundiales por obra y gracia de la Segunda Guerra Mundial y sus secuelas, fueron según algunos historiadores, los años dorados de nuestro fútbol. No éramos los campeones morales, porque ni siquiera existían los torneos, pero los veteranos juran y perjuran que eran tiempos de, al menos, un Maradona por equipo. Ayudada por la subjetividad de una opinión prescindente de resultados y de competencias, lo que nadie podría dudar es del suceso de un mercado que batía récords de goles promedio y de concurrencia; “hacer la nuestra” era jugar con cinco delanteros, cuasi prescindir de los técnicos y, de tanto en tanto, clavarse un puchero con un pingüino un rato antes de salir y romperla, como dicen que hacía el Charro Moreno (sin embargo, imágenes de la época mostraban a Moreno con unos abdominales que perfectamente envidiaría José Meolans).
Lo cierto que, en Suecia, haciendo la nuestra, nos echaron a patadas y fuimos a Ezeiza a lapidar jugadores a puro monedazo.
Luego, nos pasamos del otro lado: en vez de discutir qué era hacer la nuestra y cómo aggiornarlo, terminamos robotizando talento, incluyendo físico y excluyendo técnica, convirtiendo a entrenadores en gurúes de la pelota y limitando la función del futbolista a un cumplir un cúmulo de órdenes hasta convertir al Mister en un titiritero sin oficio. Probablemente éste sea uno de los motivos por los que los argentinos llevamos 20 años sin jugar un buen Mundial de punta a punta. Como verán, en nuestro país existe el fútbol mas allá de Juan José Muñoz y “Papupa”, aunque esta semana haya parecido lo opuesto.
Ayer, en Londres, el seleccionado argentino de rugby hizo “la nuestra”. En el rugby, hacer la nuestra no remite precisamente a cuestiones preciosistas llenas de improvisación. Desde siempre, pero especialmente en tiempos de este cuerpo técnico, los Pumas tuvieron en claro que difícilmente pudieran superar a los mejores del mundo jugando el rugby que a todos nos gustaría. Como contrapartida, cada vez que se establece a qué se puede jugar y cuáles son nuestras limitaciones, o derrotamos o ponemos en serios aprietos a los referentes del Primer Mundo.
La Argentina derrotó a Inglaterra en Twickenham por primera vez en la historia. Y lo logró, como casi siempre, sufriendo un resultado que pudo haber resuelto en buena parte del primer tiempo. No fue un gran partido: difícilmente ganemos a una potencia en un gran partido de rugby; no, al menos, en uno lleno de brillo y de juego dinámico. El rugby es un deporte en el que la fuerza y la velocidad tienen una influencia superior a otras disciplinas de conjunto. Como es difícil que nuestros jugadores sean en promedio más rápidos o más potentes que neocelandeses, sudafricanos, australianos, ingleses o franceses, nadie debe sorprenderse que, en el rugby, tengamos un concepto colectivo infrecuente para nuestro proverbial individualismo: si en el rugby, apostamos al mano a mano ante los seis o siete mejores equipos del mundo, estamos en el horno. Una consigna entre cientas es la de evitar el uno a uno; es decir, eso en lo que ganamos en el fútbol y que cada vez buscamos menos, en el rugby es necesariamente evitable.
No hay lugar aquí para explicar cada uno de los elementos que permitieron vencer a Los Pumas. Apenas si se puede destacar la gran influencia de Todeschini, el trabajo de la tercera línea, la picardía de Pichot para enloquecer a su colega hasta obligar al cambio y el enorme amor propio de un plantel que siente la celeste y blanca como parece sentir ningún colega de su país.
En un año en el que la torpeza y el anacronismo de algunos dirigentes estuvieron a punto de desintegrarlo, el seleccionado nacional de rugby consiguió uno de sus triunfos más resonantes. Y, les confieso, es de esos momentos que, más allá de la necesaria imparcialidad, se celebra con lágrimas en los ojos.