COLUMNISTAS
una dimension diferente

Se juega

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Por algo a la vanguardia de la televisión argentina está, para mí con total merecimiento, Marcelo Tinelli con su programa de concursos de baile. Programa en el que casi nunca nadie baila y en el que, alguna vez, dentro de poco, acaso ya se deje de bailar del todo, pues no hará falta. La tele va alcanzando así un punto ciertamente decisivo: el de producir una nada y luego transmitirla. No me refiero a los contenidos huecos ni estoy queriendo condenar banalidades. Me refiero a producir una nada (que no es lo mismo que decir que no hay nada) para luego televisarla como si hubiese algo, televisarla como si fuese algo.

A mí esa clase de televisión me interesa, aunque admito que no por eso la miro. Es como si en los almuerzos de Mirtha Legrand llegaran alguna vez a comer sin conversar, tal cual pasa en tantas familias: una ingesta que se desarrolle en el más completo silencio, con un aire de leve hosquedad, cada cual metido en lo suyo. O es como si en los noticieros, cuando no tienen información que dar, cosa por lo demás harto frecuente, comentaran esa falta y esa ausencia en vez de ponerse a referir cosas que no pasaron o a augurar cosas que no pasarán.

Tinelli va hacia eso, marca tendencia, es el que sin dudas está más cerca. Pero la otra tarde tuvimos ocasión de verificar una apuesta de ese mismo tenor, llevada poco menos que al extremo: la transmisión de un partido de fútbol que en rigor de verdad no existió. Hablo, por supuesto, del engendro inconcebible en que convirtieron un River-Boca, y que no admite ser considerado un partido de fútbol. Esa sucesión disparatada de patinazos, chapoteos, zambullidas, salpicaduras, anegamientos y espejos de agua, no fue deporte ni fue juego.

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No obstante, se televisó. Y es más: se llevó a cabo para que pudiese televisarse, para que hubiese televisación. No hubo épica librada en el barro (de hecho, tampoco hubo barro), ni proezas bajo un diluvio (como aquel gol de Palermo en la eliminatoria para el Mundial de Sudáfrica), ni hubo nada que no fuera sino remedo de lo que denominamos fútbol. Pero había que poner la pelota en movimiento, así fuese para de inmediato sumergirla, con tal de que hubiese una transmisión.

Los partidos desde hace tiempo se disputan en días o en horarios absurdos (bajo criterios de la grilla de la programación de los canales), sin hinchas visitantes o sin hinchas, sin la simultaneidad que la cabal competencia requiere, sin que alcance a saberse a menudo ni el porqué ni el para qué de lo que se juega. Pero un paso más ha sido dado, y yo creo que es preciso subrayarlo, ahora que han pasado varios días. Se trató, si se me permite decirlo así, de un hito: toda una transmisión de fútbol, sin fútbol. Más allá de la omisión del objeto (aquellos programas sádicos en los que se enfocaba a los espectadores del partido, pero no el partido), ahora se alcanzó la ausencia de objeto: fútbol no hubo, pero se transmitió.

Hasta no hace tanto tiempo se suponía que no había que televisar los partidos en directo, pues la gente en ese caso no querría asistir a las canchas. La visión burguesa de la vida imponía ese criterio: mejor el confort que el aire libre, mejor el hogar que la calle, mejor quedarse quieto que moverse, mejor la familia que los desconocidos. Pero luego se verificó, por suerte, que se trataba de un razonamiento erróneo. La fiesta popular, como vivencia, es de otro orden que la contemplación televisiva, precisamente porque no se limita a ser simple contemplación.

Pero la transmisión de fútbol sin fútbol nos sitúa en una dimensión diferente. Es la televisión que no transmite nada, es decir, que se transmite a sí misma. Mientras tanto se procede a disuadir al elemento popular del fútbol, a ahuyentarlo de las canchas, reduciendo o suprimiendo las tribunas populares y llevando a la exorbitancia el precio de las entradas. La tendencia es que a los estadios concurran sólo personas de aceptables recursos (como pudo notarse durante el último Mundial, en el que se enfocaba constantemente a los espectadores), o bien los integrantes de esas miniempresas de servicios de paquetes turísticos y tareas de vigilancia conocidas como barras bravas.
Los demás, a poner la tele. En la tele siempre habrá alguna cosa para ver.