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Secuelas de las ampollas de Mayer

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Leonardo Mayer entró definitivamente en los libros de tenis como ganador del partido de singles más largo de la historia de la Davis. A ese logro –siempre singular en una sociedad tan afecta a los récords como método exprés para evitarse el barullo del conocimiento– el correntino podrá, próximamente, sumarle un privilegio relacionado con la primera referencia pero mucho más importante que aquella: su reclamo post partido de “humanizar” la duración de los encuentros recibió el apoyo de la mayoría de los cracks de su especie y, tal vez a partir de ese impulso, pareciera haber sensibilizado a los dirigentes que están dispuestos a que, desde 2016, un eventual quinto set en partidos de Davis se defina, como los cuatro restantes, con un tie-break. Tengo una mala noticia: nada de eso convierte a un partido de tenis en algo finito, ni humano: hasta hoy, un quinto set puede terminar 64 a 62 tanto como un desempate definirse 140 a 138, o simplemente, no terminar jamás.

La buena noticia es que, pese a la condición de infinito que le da su reglamento a este deporte desde que los ingleses le dieron forma en la segunda mitad del siglo XIX, jamás ha quedado un partido pendiente de definición. Hubo partidos suspendidos por lluvia que no continuaron como la final de Mónaco de 1981 entre Vilas y Connors (5-5 en el primer set y se repartieron premios y puntos). Hubo partidos truncos por abandonos y descalificaciones o señores que ni siquiera se presentaron a jugar, como Federer en la final del último Masters de Londres. De lo que no tengo registro es de que un encuentro oficial haya sido abandonado por culpa de su extensión.

Un partido de tenis puede durar días, semanas, meses o años. Pero no se trata de una competencia por tiempo. Y la única forma de hacerlo parecer a ello es ponerle un tope a la extensión de los games, como se hace en el dobles –40 a 40 se juega un solo punto más con saque al lado que elija el receptor–, y a la de los tie-breaks (por ejemplo, que se juegue un solo punto más cuando lleguen a la igualdad en 6). Por lo demás, nadie obligó a Mayer y a Souza jugar durante casi seis horas y media. Es más, Leo pudo haber ganado cómodamente en tres sets y nadie estaría discutiendo el asunto. Lo que quiero decir es que no anda suelto el fantasma de Dwight Davis amenazando con que si no adornan su memoria con récords se va a llevar el trofeo al cajón; si un partido va más allá de lo imaginable es pura responsabilidad de quienes lo juegan y no de un reglamento escrito por el Marqués de Sade.

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Es la ecuación inversa a la de limitar la cantidad de goles en un partido de fútbol. En ese caso lo único que se exige es que se jueguen dos tiempos de 45 minutos. Que termine 0-0 o 23-18 es asunto de los que juegan.
Desde ya que asumo la ligereza de fijar una postura desde la comodidad del espectador: no somos nosotros quienes nos pelamos el trasero corriendo bajo el sol durante la cuarta parte de un día. Pero es justo destacar que la enormidad de un partido de seis horas es, justamente, una excepción.

Tengo para mí que los partidos de singles de más de seis horas en los tiempos modernos no llegan a ser diez, que es una extravagancia que superen las cinco horas y que pocos se quejan si merodean las cuatro.

En todo caso, el deporte de alto rendimiento alimenta su excepcionalidad justamente en cosas que parecen inhumanas. Correr 42 kilómetros en dos horas parece inhumano. Levantar pesas que pesen el doble de tu peso parece inhumano. Saltar medio metro más que tu propia altura parece inhumano. Doblar en ese a 300 kilómetros por hora parece inhumano. Escalar el Everest parece inhumano. Dar tres mortales en el aire sin parar parece inhumano. Sacar a 250 kilómetros por hora parece inhumano. No tengo en mente que haya reclamos al respecto.

Justamente todo eso que parece inhumano es lo que divide a la humanidad entre admirados y admiradores. Y todo eso parece inhumano, pero no lo es justamente porque quienes lo hacen están preparados para superar esas barreras. Y muchas más. Incluidos los tenistas. Entre los más preparados justamente.
No estoy seguro de que el reclamo que quieran hacer los tenistas sea el de hacer cortos los quintos sets en la Davis. Más bien, da la sensación de que lo que se pretende es bajar el nivel de exigencia de los calendarios. Y en eso influyen muchísimo más la protección que tienen los Masters 1000 –como el que se está jugando en Miami– que la Copa Davis. El reglamento de la ATP establece que, en tanto el ranking de un jugador incluya puntos ganados en un Masters 1000, le corresponda cero por todos aquellos que no dispute. Va un ejemplo del momento: Federer sumó seiscientos puntos por llegar a la final de Indian Wells. Ahora le corresponderá cero puntos por no haberse presentado en Key Biscayne. Además, son puntos no descartables para el caso de que un jugador haya disputado más de 19 torneos en los últimos doce meses corridos. Para un tenista de los mejores, de ésos que saben que llegan a las segundas semanas de los Grand Slams, se clasifican para el Masters, llegan lejos en los Masters 1000 –que son nueve– juegan la Davis y se inscriben en algunos torneos menores –500 o 250– para embolsar extras que no gastarán ni sus bisnietos, el calendario se convierte en sofocante.

Por cierto, con toda la razón que le asistió al reclamo de Mayer –en su declaración, Leo habló de la ATP y no de la ITF, que es la que decide sobre la Davis–, quiero recordar que, una semana antes de Tecnópolis, el Abierto de Australia se definió con quintos sets largos (posiblemente infinitos) y que lo mismo sucederá con Roland Garros y Wimbledon. ¿Qué sería más humano? Reducir la eventualidad de un esfuerzo inconmensurable durante un par de partidos de Davis en un fin de semana o el de siete partidos en catorce días, que es lo que requiere ganar un Grand Slam? Si no tenemos registro de un tenista que haya necesitado siete partidos con quintos sets eternos para ganar Roland Garros es porque todos sus campeones fueron lo suficientemente eficaces para ganar antes de semejante desgaste. Curiosamente, lo que no pudieron hacer Mayer y Souza en ese
histórico match.

¿A quién hay que pedirle que aflojen con la exigencia? ¿A quienes organizan una competencia como la Davis, cada vez más desparramada en el calendario y con presencias circunstanciales de las principales figuras, o a los responsables de la ATP que exigen a los mejores del mundo que, para seguir siéndolo, necesitan estar listos para rendir en el máximo de su curva de rendimiento durante, por lo menos, seis meses al año?

La respuesta es clara. Se le pide a quien se le puede pedir. A quien necesita mostrarse susceptible al reclamo para que no le conviertan la joya en un torneo bianual en vías de extinción al cual hoy mismo le cuesta muchísimo sostener su nivel de auspicio. No tengo noticias ni de que Roland Garros o Wimbledon estén pensando en acortar la duración de partidos cuya extensión nadie establece de por sí. Ni de que la ATP tenga pensado soltarle la mano a los dueños de los torneos cuyos auspiciantes exigen la presencia de los mejores para que, justamente, los mejores ganen el dinero que ganan. Y que sin duda merecen.

La mayoría de los deportistas que compiten de verdad pasan una vida sin aparecer en los grandes titulares. Son talentos enormes a los que sólo se los consagra de la mano de una medalla dorada, un título mundial o un récord. Todas circunstancias excepcionales. Como jugar el partido récord de la historia de la Davis, algo que, más que para reclamo, debería ser para orgullo eterno. Que no dudo Leo Mayer sentirá. Aunque sus ampollas sigan pidiendo un poco de consideración.