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de asombro en asombro

Sepan disculpar, una vez más

Imagino la angustia y la impotencia de los marginados, de aquellos a los que, por estos benditos Juegos Olímpicos, les cerraron los negocios, les prohiben usar los autos, los sacan de su condición de homeless pekineses para que lo sigan siendo en otro lado.

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Gonzalo Bonadeo |

Imagino la angustia y la impotencia de los marginados, de aquellos a los que, por estos benditos Juegos Olímpicos, les cerraron los negocios, les prohiben usar los autos, los sacan de su condición de homeless pekineses para que lo sigan siendo en otro lado. Imagino la triste indiferencia de los que no pueden ni espiar lo sucedido en el Nido de Pájaro porque están dedicados a cobrar un puñadito de yuan mientras pegan el último pespunte del jean con el que París Hilton hará su próximo anuncio presidencial o del vestido que lucirá, esplendida, mi hija Catalina en la fiesta de 15 de la querida Guada.
Imagino lo parecido que será mucho de lo que se estará sintiendo hoy en ciertos rincones de China, de Taiwán o de Tíbet con el reclamo a grito mudo de los sufridos argentinos de los 70. ¡Qué pequeño parecerá cualquiera de esos reclamos a la hora de una fiesta que asombró a un billón de personas en todo el planeta! Imagínense la frustración que debe significar gritarle al mundo que está mal esto que estamos celebrando una cantidad de personas que, de tantos que somos, asombra hasta a los propios chinos, que de millones de vientres saben bastante.
El viernes 8 de agosto de 2008 quedará en la historia como uno más de esos días en los que la contradicción se convierte en algo inevitable. Como nuestra celebración en el ’78 o la gigantesca y universal vista gorda de Berlín 1936, cuando argentinos y franceses, ingleses o estadounidenses no dudaron ni un instante en competir en los Juegos Olímpicos de Hitler, lo que implicó claramente rendirle pleitesía a quien ya empezaba a dejar en claro su decisión de convertirse en el ser más abominable de la historia. Es más, la propia delegación estadounidense se tomó el trabajo de descartar a Marty Glickman (judío) de la posta 4 x 100 de atletismo para evitar un fastidio más al Führer. Bastante había tenido ya con un negro ganando a todos delante de sus ojos. La curiosidad concluye –y se hace bien redonda– cuando recordamos que quien tomó aquella decisión fue Avery Brundage, jefe del equipo de los Estados Unidos. Brundage, ya como presidente del Comité Olímpico Internacional, fue quien anunció que los Juegos Olímpicos de Munich debían continuar pese a la masacre de deportistas israelíes. Un asco, pero nadie podría discutir ni su coherencia ni el gesto que Brundage tuvo en anunciar sus intenciones 36 años antes.
Lo cierto es que en la noche del viernes, viví una de las jornadas más alucinantes de que tengo memoria en un estadio deportivo. Cuando salí con los ojos rojos de lágrimas después de la Ceremonia Inaugural de los Juegos Olímpicos de Sydney, supe que había atestiguado una celebración tal que ni los griegos ni nadie sería capaz de igualar. Y así fue. La fiesta de Atenas fue fastuosa. Pero no llegó ni a las caderas de la de los australianos. Beijing pasó a ser, entonces, una gran incógnita. Jamás dudaría de las historias que tienen para contarnos unos tipos que descubrieron la vida y sus elementos cientos de años antes que nosotros, los occidentales. Y si un tipo estrenó el papel, descubrió la pólvora, amasó los primeros tallarines y nos enseñó para qué era útil inventar el cepillo de dientes –al menos, eso asegura el queridísimo Eduardo Galeano– qué no sería capaz de imaginar para una celebración olímpica.
Anoche, en el Estadio Nacional, un grupo de chinos le contaron al mundo su historia pero de un modo fácil de entender para quienes desde la ignorancia, creemos que todos los orientales son ponjas, que China hay una sola y se dedica al supermercadismo y que Gutemberg fue el primer imprentero, aunque haya empezado con sus labores 600 años después de que los chinos, en tiempo de la Dinastía Song, empezara a llenarlos la vida de cultura, manifiestos y lista de precios de rotiserías.
Es tanto lo que tienen y es tanto lo que tuvieron, que a veces da la impresión de que no han querido contarle al planeta cuánto han hecho y cuánto están haciendo. Algunos dirán que eso es, para la actual administración, más que potenciar la leyenda, evitar dejar a la intemperie muchas miserias.
Los Juegos Olímpicos de Beijing serán impactantes en lo deportivo. De lo nuestro ya hablé hace una semana, cuando aún no sabíamos que Lionel Messi iba a ser el hombre más ovacionado en las primeras horas del certamen. Por lo demás, China irá por destronar a Estados Unidos del tope del medallero y Michael Phelps promete quedarse con el récord de Mark Spitz y con el palo extra que Speedo le pagará si gana ocho doradas.
Pero hay una cierta tendencia a considerar que un torneo que empieza con semejante celebración, será inevitablemente exitosa.
Por favor, no se tomen el trabajo de enojarse por mi hipocresía o mi doble discurso. No es ésta la primera vez y ni de casualidad será la última. Sucede que así como no puedo ignorar el lado oscuro del país que habito durante el mes de agosto, no tengo derecho a ocultarle que, durante casi cuatro horas de una noche de viernes, me conmoví como pocas veces en mi historia profesional.
Una vez más, sepan disculpar.