El primer recuerdo que tengo del uso del prefijo anti se sitúa en mi primera infancia, cuando Sánchez, un músico amigo de mi papá afiliado al Partido Comunista, me dijo que era anticapitalista. Aunque no lo entendí, mi admiración por él, fundada en su virtud para tocar la guitarra, era tan grande que empecé a declararme anticapitalista yo también. Las burlas de mis parientes no tardaron en hacerme abandonar el mote y me hicieron dudar del anticapitalismo de Sánchez que, sin embargo, ahora, considero sincero, sobre todo cuando comparo su estilo de vida con el de varios que se proclaman anticapitalistas en diversos espacios políticos. Durante la adolescencia, algunos de mis amigos se definían como antisistema con la misma falta de sustento con la que algunos de mis amigos actuales me califican de antisocial por huir de los grupos de WhatsApp.
Hace un tiempo, se empezó a calificar de antiderechos a quienes se manifiestan en contra del aborto y mis conflictos con el prefijo anti recrudecieron porque veo cómo quienes niegan el derecho de una mujer a interrumpir el embarazo gozan de casi todos los otros derechos disponibles y no reculan al momento de pedir nuevos. Pandemia mediante, llegó el turno de los antivacunas, en muchos casos curiosamente vacunados con todas las vacunas del calendario oficial pero no con las que se aplican para erradicar el covid-19, de modo que, nuevamente, el prefijo no hace más que confundirnos. Para peor, la fruición contemporánea por polarizar lleva a la aparición de individuos “pro” y se acepta el contrasentido de usar apelativos tipo provida, que daría a entender que el resto del mundo es promuerte.
Quizás haya llegado la hora de frenar la simplificación maniaca del lenguaje (presente en tantos discursos como esos que le llaman nazi a cualquier cosa) a fin de pensar mejor. Para la guitarreada y la improvisación siempre fueron mejores los músicos como Sánchez.