Había algo, algo que me molestaba; algo que me empujaba, y a mí no me gusta que me empujen. Me daban escalofríos de vez en cuando al acordarme de que había algo allí, un fantasma, un recuerdo, algo que sería mejor sacar del camino de la vida. ¿Quiere creer, querida señora, que me pasé días tratando de averiguar qué era eso? Reflexiones, examen de conciencia y todo menos el diván, nada dio resultado, la cosa seguía estando ahí. Hasta que vi algo que veo y a lo que no suelo hacer caso. Mal hecho: hay que hacer caso de todo, en verdad, porque si no el mundo queda rengo y eso es terrible. Lo que vi fue a una chica que pasaba frente a mi casa (tengo ventanas que dan a la calle) hablando por el celular mientras caminaba con una amiga a la que no le daba ni cinco de bola. La amiga ni se mosqueaba y tampoco le daba cinco de bola a ella. Si a mí me pasa eso, le digo a la del aparatito un par de cosas más duras que suaves y me voy para el otro lado. Y entonces me di cuenta: ah, dije, eso es lo que me molesta. No es algo que debí hacer y no hice; no es algo que hice y no debí hacer; no es una deuda impaga; no es un dolor solapado. Es el teléfono celular. ¡Bravo! Al fin. Bueno, ahora enfrentemos esta cosa molesta. ¿Y qué hacemos? No puedo ponerme didáctica y explicar los riesgos de hablar con una maquinita y no con un congénere. La didáctica no me sale: soy espantosamente impaciente. Me sale el ejemplo, eso sí. El ejemplo que en este caso me viene como anillo al dedo: me deshice del celular.
Sí, estimado señor, soy libre. No estoy atada a esa cosa que me mortifica cada tres minutos con pitidos o musiquita estúpida y a la que si no atiendo le da por acusarme ante mis hijos, mis amigos o mis colegas. Como dijo sabiamente creo que Pinti: “Que me llamen al fijo; si no atiendo, es que no estoy”. Ahora hablo con la gente, sólo con la gente y también con mis plantas y conmigo misma. Qué bueno.