El gobierno argentino propuso al abogado Carlos Horacio de Casas para ocupar una vacante en la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, que junto con la Corte Interamericana, son los órganos creados y contemplados por el Pacto de San José de Costa Rica (celebrado el 22 de noviembre de 1969 en la ciudad de San José, situada en Costa Rica), al que también se lo conoce como Convención Americana de los Derechos Humanos, a la que nuestro país adhirió durante la presidencia de Raúl Alfonsín, en el año 1984.
La referida postulación fue objetada por diferentes organismos de derechos humanos, no solamente por considerar que el abogado propuesto carece del perfil adecuado para ello, sino también por haber defendido a un militar acusado de haber sido represor durante la última dictadura militar.
Si el letrado propuesto reúne, o no, las condiciones técnicas o el perfil necesario para ocupar ese importante cargo, está fuera de análisis en esta nota. Lo que en cambio resulta jurídicamente inexplicable, es que se impugne su postulación por haber defendido oportunamente a un acusado de cometer delitos de lesa humanidad.
En efecto, cuando un abogado defiende a un acusado de haber cometido un delito, sea cual fuere la gravedad del mismo, no está haciendo otra cosa que posibilitar al implicado el ejercicio del derecho de defensa en juicio, el que también es un derecho humano, de carácter civil-procesal, que absolutamente todos los habitantes tienen el derecho de gozar y ejercer, tal como lo dispone el Art. 18 de la Constitución Nacional (“es inviolable la defensa en juicio de las personas y sus derechos”), y hasta la misma Convención Americana de los Derechos Humanos (Art. 8º) que ha creado el órgano para cuya integración dicho abogado fue propuesto.
Afirmar que los abogados que han defendido alguna vez a supuestos represores, no pueden acceder por ello a ocupar un cargo en la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, no sólo es desconocer o ignorar al mismo derecho de defensa constitucionalmente consagrado, sino que además es sustentar la hipótesis según la cual los acusados de cometer delitos de lesa humanidad, no tienen derecho a ser defendidos.
No existe tratado internacional alguno que afirme semejante barbaridad, y por lo tanto la ecuación es muy simple: o se reconoce la plena vigencia del derecho de defensa en juicio sin excepciones, y por lo tanto se respeta a los abogados que hacen posible el ejercicio de ese derecho, o se los condena públicamente por haber defendido a uno o varios acusados, desconociéndose un precepto constitucional e internacionalmente consagrado.
Obsérvese que los tratados internacionales han dispuesto la imprescriptibilidad de las acciones tendientes a enjuiciar a los autores de delitos de trascendencia internacional (lesa humanidad, genocidios y crímenes de guerra) y hasta se ha consagrado, en la jurisprudencia internacional, que sus autores no pueden ser indultados; pero a nadie se le ha ocurrido jamás aseverar que no tengan el derecho a ser defendidos.
Muchos de los dirigentes que militan en organismos defensores de derechos humanos de nuestro país, tienen una visión definitivamente sesgada del sentido y alcance de los mismos, y no sólo se arrogan el derecho de determinar cuáles son los derechos humanos y quiénes gozan de los mismos, sino que además hasta se adjudican la increíble potestad de cuestionar el derecho de defensa del que todo sospechado debe gozar sin excepciones y sin limitaciones.
En los últimos doce años algunos dirigentes se apoderaron del concepto “derechos humanos” y pareciera que se sienten dueños de la “marca”. Ya es indignante que se los acapare y utilice como bandera política, pero si además se los invoca para desconocer preceptos constitucionales y tratados internacionales, la actitud no sólo indigna, sino que además repugna.
*Profesor de Derecho Constitucional UBA, UAI y UB.