Por más previsible que resultara la detención de Julio De Vido, anunciada desde la semana pasada con el apresamiento de su segundo Roberto Baratta, no deja de impactar.
Después de ser durante muchos años el capitán de la máquina de acumular dinero desde el Estado K (Río Gallegos, Santa Cruz y luego el nacional) a pasar sus primeras horas en prisión puede explicar semejante nivel de conmoción, con pocos antecedentes en nuestra historia.
La revista Noticias y el diario PERFIL han sido los primeros que investigaron a De Vido en los albores de la gestión de Néstor Kirchner, cuando las corrientes de simpatía que generaba el santacruceño (en especial en el periodismo) parecían obligar a mirar para otro lado.
Las cosas fueron cambiando y aquí mismo se fueron dando señales de que no iba a ser tan sencillo que De Vido cayera.
Mantenemos la lógica. Porque De Vido no sólo ejecutó la maquinaria recaudadora ilegal del kirchnerismo. Con ella armó una enorme red de negocios que involucró a empresas argentinas y extranjeras de construcción, energía, servicios públicos, transporte, comunicación, productoras de cine y TV, universidades públicas, sectores judiciales, del espionaje, de la política, del sindicalismo, de los medios y hasta de la Iglesia. El cajero repartió para todos lados.
Por eso, y contra la corriente, mantengo el pesimismo en relación a que De Vido confiese. Porque si habla, el Lava Jato brasileño puede quedar apenas como anecdótico en relación a lo que puede pasar en nuestro país.
¿Por qué callaría De Vido si perdió su carácter de intocable? Acaso sea prudente en nombre de sus condiciones de detención (hospital penitenciario, conseguir la domiciliaria) y de proteger a su familia: su esposa y ex funcionaria, Alesandra Minnicelli, no es ajena a varias de las muchas investigaciones que pesan sobre el flamante reo. Quienes lo conocen, admiten que no parece tener la psicología de un potencial arrepentido. Veremos.