Cinco años atrás, dedicaba mi columna dominical a explicar una vez más –ya lo había hecho en varias ocasiones, desde que comenzó mi función de Defensor de los Lectores de diario PERFIL– que mis comentarios acerca de materiales periodísticos publicados por este diario apuntan, siempre, a mejorar sus calidades a partir de la crítica.
Creo que mi prédica dio buenos resultados: salvo algún que otro gazapo menor (siempre son pequeños, sin incidencia sobre el valor periodístico de lo que se publica) no estoy observando en los últimos meses errores, incongruencias, faltas al buen ejercicio de esta profesión. Por cierto, es satisfactorio que sea así, porque alivia en buena medida la responsabilidad de quien esto escribe en su tarea de facilitar a los lectores buenos materiales en las páginas del medio.
En aquella intervención del 20 de enero de 2018, procuraba dar respuesta a la inquietud de un redactor del diario, quien interrogaba sobre la validez de mis críticas hacia adentro de la redacción y opinaba que ello conspiraba contra la credibilidad del medio y de sus integrantes. Le respondía que no, que por el contrario, la transparencia en el análisis de lo publicado sirve para que los lectores se sientan mejor protegidos, se gratifiquen con una postura editorial que no tiene paralelo en la prensa gráfica local.
Cito el párrafo inicial de mi columna de 2018: “‘Los médicos entierran a sus errores; los periodistas los publicamos’. Eso dice un refrán que circula en las redacciones. Cada vez que quienes ejercemos el oficio del periodismo nos equivocamos, exhibimos ante muchas personas nuestras ignorancias o nuestros descuidos”. Esta definición es de Juan Carlos Gómez Bustillos, periodista y catedrático mexicano, graduado en la Universidad de Guadalajara y con maestría de la Universidad Autónoma de Madrid. En un artículo publicado en El Replicante, Gómez Bustillo hizo un amplio análisis de la figura del ombudsman, o defensor de los lectores y del público, función que me toca desempeñar en estas páginas de PERFIL desde hace algún tiempo. El autor ampliaba en aquella entrega: “Cuando al mejor cocinero se le va un pelo en la sopa, pocos son los que se enteran. El error del periodista, en cambio, se multiplica en un instante por todos los ejemplares que imprime la rotativa, por todos los aparatos de radio o de televisión sintonizados en el programa o por todas las pantallas conectadas a la página de internet”.
Es el error no reconocido, la falta ética consumada como normal, lo que mina la credibilidad pública de un medio que se define independiente. Gómez Bustillos decía en el artículo citado: “Equivocarse suele ser de por sí doloroso, equivocarse en público duele más. Y duele más no sólo por el ridículo que se hace, sino también porque el periodista depende de su credibilidad. Cuando el destinatario de la información se da cuenta del error desconfía del resto de la información. Si el reportero es incapaz de escribir correctamente el nombre del entrevistado, ¿será capaz de publicar adecuadamente el contenido de la conversación?”. El catedrático español y periodista Alex Grijelmo decía que “un periodista honrado debe ser el primero en comunicar su error, tanto a sus jefes como a sus lectores. Y sin tapujos”.
Al ombudsman le toca “desenterrar” el error. “Pero esta función de exhibir el cadáver informativo –escribía Gómez Bustillos– se parece a la de un forense que a partir de los restos busca conocer qué pasó y por qué. El ombudsman de un medio de comunicación señala el error con el ánimo de enmendarlo, en la medida de lo posible, y de entender qué falló para recomendar acciones o proponer criterios que ayuden a evitar que suceda de nuevo”.
Tan simple como eso.