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Siete décadas de sangre

Para comprender la historia de un país, la memoria colectiva no sólo debe rescatar sus momentos insignes: también debe conocer y colocar en su debida perspectiva las contradicciones, miserias y arrebatos de sus protagonistas.

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Para comprender la historia de un país, la memoria colectiva no sólo debe rescatar sus momentos insignes: también debe conocer y colocar en su debida perspectiva las contradicciones, miserias y arrebatos de sus protagonistas. La celebración del Bicentenario, que está poblando el calendario de fastos recordatorios, también debería recoger los hechos menos heroicos y glamorosos que la historia oficial ha tendido a escamotear. Así, el conocimiento más completo (y complejo) de ese pasado podrá servir para interpretar la supervivencia de algunos de nuestros conflictos y desencuentros cuya génesis se remonta a dos siglos atrás.
Por cierto, la Revolución de Mayo no sustituyó automáticamente al Estado colonial por un Estado nacional. La Corona no había creado resquicios para el desarrollo de una clase dirigente criolla con liderazgo y legitimidad que permitieran el control político y territorial ejercido hasta entonces. Las tropas de línea fueron decisivas en la constitución de la Primera Junta de Gobierno y la violencia revolucionaria fue el recurso más utilizado para extender el control político sobre el ex Virreinato. Pero la identificación con la lucha emancipadora de los pueblos que componían esa vasta unidad política no consiguió contrarrestar las fuerzas centrífugas desatadas por la ausencia de un centro de poder alternativo. Es que la “gesta de mayo” no fue un levantamiento popular: fue una revolución municipal. En 1812, Belgrano lamentaba el escaso entusiasmo hallado en Rosario, Córdoba, Santiago, Tucumán y Jujuy. En cambio, recogió quejas, lamentos, frialdad, indiferencia y hasta odio mortal.
La secesión del Paraguay, el Alto Perú y la Banda Oriental acentuó un tanto los débiles sentimientos nacionales y creó conciencia en los líderes revolucionarios de que debían defender la integridad del territorio heredado de la colonia. Pero los movimientos separatistas en el Litoral y el interior mostraban que los referentes ideológicos eran insuficientes. Si la lucha independentista creaba cierta identidad colectiva, este germen de nacionalidad se diluía en una existencia material localista, con tradiciones, intereses y liderazgos propios. La idea de patria no podía sustraerse al aislamiento, a la virtual inexistencia de vínculos materiales o morales. En 1844, Esteban Echeverría observaba que la idea de patria era todavía una abstracción incomprensible para un cordobés o un correntino.
La clara asociación de la revolución con los intereses porteños era un escollo para la adhesión subordinada de los pueblos del interior al nuevo esquema de dominación propuesto. Buenos Aires se constituyó en capital de la organización política surgida del movimiento revolucionario, pero las tendencias separatistas pulverizaron el poder en las viejas ciudades coloniales del interior. Separados por la distancia, la agreste geografía o las franjas territoriales bajo dominio indígena, estos centros de poder se integraron en torno a la figura carismática de caudillos locales que, respaldados por el control de milicias, impusieron la autocracia y el personalismo. El destierro, el asesinato político, la venalidad y el nepotismo, como instrumentos de dominación, pasaron a tener larga vida en las prácticas políticas del país. Pero los sentimientos localistas estaban teñidos por el diferente carácter que tenían los intereses materiales en las diversas regiones del territorio. Estas diferencias y los enfrentamientos a los que dieron lugar tiñeron de sangre siete décadas de la historia argentina posterior a la Revolución de Mayo.
¿Qué celebramos entonces? Depende del sentido que le atribuyamos a un hecho histórico, punto de partida de un proceso de construcción social que hoy llamamos Argentina. Un proceso formativo atravesado por un sino trágico, en el que la “unión nacional” se logró a partir de la desunión y el enfrentamiento de pueblos y banderías políticas. Una unión nacional socialmente costosa, que consagró vencedores y vencidos. Comprender este sentido más profundo del “bicentenario” es, también, empezar a entender de dónde venimos y por qué estamos (¿somos?) así.

*Investigador superior del Conicet y el CEDES,y director de la maestría en Administración Pública de la UBA.

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