Dos por tres llueve. Claro, ya estamos en otoño. No me acuerdo el año pasado. Parece que pasó tanto tiempo desde el año pasado. Pero diría que este otoño viene llovedor. Me gusta aunque la luz se corte seguido. Ahora, por ejemplo, mientras escribo, el agua corre sobre los vidrios. En la penumbra de la mañana gris y ventosa veo que la madreselva dio su primera flor. Ayer vi también que las rositas trepadoras, unas rosas salvajes de color rojo, están floreciendo. No se ven a simple vista, hay que mirar hacia arriba, hacia lo más alto de las copas de los árboles.
En estas semanas retomé una vieja costumbre: escuchar radio a la mañana. Dejé de hacerlo hace diez años, cuando abandoné mi trabajo en el hospital. La radio era un escape al mundo exterior en ese depósito lleno de cajas donde me pasaba ocho horas cargando recetas en una computadora. Aunque también ese depósito era un refugio. Afuera en los pasillos iban y venían las enfermeras y los enfermeros, se asomaban a una ventanita a recoger los medicamentos de su sala; por otra ventana hacían fila los pacientes crónicos que se llevaban su medicación cada mes… para mí no eran personas sino nombres y, a veces, en el caso de los pacientes con VIH, ni siquiera nombres, solo letras y números: un código para resguardar su identidad. Me acuerdo de que una vez estaba ingresando una receta y me llamó la atención el año de nacimiento de la paciente (sabíamos el género porque también era una letra del código). Tenía ochenta años; pensé que quizá había un error y lo consulté con la farmacéutica a cargo. Me dijo que estaba bien, que el esposo de la señora había sido camionero y que él la había contagiado.
Tuve épocas de la Negra Vernaci y toda la Rock and Pop (¡hasta Pergolini!); épocas de Fernando Peña. Los últimos años fueron de Víctor Hugo. Ahora escucho Radio con Vos: un poco de Tenembaum, un poco de Sietecase; los sábados a María O’Donnell. Esta mañana cuando puse la radio estaban entrevistando al Pepe Mujica. Cuando prendí, él estaba hablando, tiene ese registro inconfundible, enseguida supe que era él. En un momento le hicieron una pregunta bastante desatinada, creo yo, referida a sus años en cautiverio y a qué consejos podía darnos dada esa experiencia para atravesar la cuarentena. Lo vengo escuchando bastante en las últimas semanas: cada generación tiene sus pruebas que atravesar… nosotros fuimos jóvenes en dictadura, esa fue nuestra prueba… los jóvenes de ahora tienen la pandemia… blablablá. En un momento el Pepe Mujica dijo dos cosas que me conmovieron particularmente y que tienen que ver con el silencio (eso que deberíamos ejercitar un poco más en estos tiempos). Dijo: “Yo quiero morirme en silencio como los bichos del monte”. Dijo: “Por qué no usamos este tiempo para hablar con el que tenemos adentro”. Con uno, con una, se habla igual que como lo hacen los creyentes con Dios: en silencio.
En estas semanas parece que nadie quiere estar en silencio. Todos tienen algo para decir, todos piensan que estamos ávidos de escuchar aquellos que no tenemos ganas de decir nada. Llueven los mails de las editoriales con las que trabajamos, de los diarios, de periodistas pidiendo que nos expresemos sobre este asunto. Cada vez que recibo uno de esos mails pienso que nada me importa menos que cómo vive un escritor o una escritora la cuarentena.
Los gatos piden para salir aunque esté lloviendo. Los veo correr hacia sus misiones misteriosas haciendo pequeños parates abajo de los árboles y emprender de nuevo el trotecito enérgico.