El principal problema de la economía argentina es que, como en todos los países democráticos, mal que les pese a los gobiernos, el nivel de actividad económica lo determina el sector privado. Somos los privados los que consumimos, invertimos, ahorramos en el país (es decir ofrecemos fondos prestables), o tomamos créditos (demandamos fondos prestables), o ahorramos fuera del país, achicando la economía local. Es cierto que los gobiernos tienen directa influencia sobre nuestras decisiones, a través de la política monetaria y fiscal, las regulaciones, la buena o mala provisión de bienes públicos, etc., pero al final del día, somos nosotros los que hacemos crecer o caer la actividad económica.
¿Y el gasto público? Siempre termina en un “privado”. ¿O acaso un empleado público, o un proveedor del Estado se comporta de manera diferente que un empleado del sector privado o un industrial que exporta, a la hora de tomar decisiones económicas?
¿Y por qué esto es hoy un problema? Porque, desde hace más de dos años, el sector privado argentino, en su mayoría, viene “votando” en contra, dolarizando sus carteras, minimizando el consumo y ahorrando en dólares, fuera del sistema bancario.
¿Obedece esto a un “complot” de la derecha, o a una clara actitud antipatriótica de la oligarquía? Claramente no. Obedece a que, desde el sector público, las señales que se han dado, tanto en materia regulatoria, como fiscal, fueron en contra de la actividad privada.
Primero, fue la política fiscal y monetaria que aceleró la tasa de inflación, el impuesto que pagan los pobres, y que fue, aunque nunca lo reconocerán los K, una de las principales razones de los menores votos recogidos, en ese sector, en la última elección.
Después, fue el default encubierto que surgió con la manipulación de los índices de inflación que ajustan deuda pública.
Ese default ha sido estimado en más de US$ 15 mil millones –que se les quitaron a jubilados y futuros jubilados y demás inversores– y fue admitido, públicamente, por las principales autoridades del país, que imputaron, sin ponerse colorados, los cambios metodológicos del INDEC, a la necesidad de reducir el ajuste de la deuda.
Más tarde, fue el aumento de los impuestos a la exportación –retenciones– de finales de 2007 y el frustrado intento de aumentarlos aún más a finales del primer trimestre de 2008, cuando surgió el conflicto con el campo, ante la resistencia del sector a pagar un impuesto que juzgaron confiscatorio, dados los precios y los costos de producción.
La expropiación de los fondos ahorrados a través de las AFJP fue la frutilla del postre, al enviar la señal de que el Gobierno estaba dispuesto a aumentar su gasto y su poder de caja a cualquier costo (inflación, default, impuestos confiscatorios, y expropiaciones).
A partir de ese momento, el rumor más loco sobre política económica se volvió verosímil. Se habló, y se habla, de corralitos, nacionalización de depósitos, violación de las cajas de seguridad, bonos patrióticos, de la apropiación de los encajes en dólares de los bancos en el Banco Central, de maxidevaluaciones, dobles mercados cambiarios, etc.
En ese contexto la fuga de capitales se aceleró, y simultáneamente, se le sumó el shock externo, el climático, el sanitario y ahora el político, derivado del fin del monólogo kirchnerista y el surgimiento de nuevos actores en la toma de decisiones. El Congreso y los gobernadores. Más las presiones sindicales y sectoriales varias.
A estas alturas, debe quedar claro que, hasta que no se revierta la fuga de capitales o al menos se la vuelva a la normalidad argentina, el ciclo económico seguirá siendo negativo.
Pero para revertir la fuga, hay que reducir, drásticamente, el “riesgo rumor”. Y el riesgo rumor no se reduce con desmentidas vacías en simulacros de conferencias de prensa, o reportajes con periodistas amigos o a sueldo. Ni repitiendo las mismas letanías como un mantra sobre el modelo de acumulación, los nefastos noventa, o la justicia social.
El riesgo rumor se reduce con un programa fiscal y financiero creíble, que aleje la perspectiva de expropiaciones o licuaciones.
Y con cambios institucionales que devuelvan las ganas de invertir en la Argentina, sin necesidad de recurrir sólo a los amigos –de los que quedan pocos–. Y que permita acceder nuevamente a financiamientos a tasas razonables.
Pero con el nuevo mapa del poder, un programa fiscal, financiero e institucional creíble, sólo es posible con un verdadero acuerdo básico entre el Ejecutivo, el Congreso, los gobernadores y, eventualmente, los sindicatos y los sectores empresarios.
Y está claro que dicho acuerdo no se basa en discutir las internas abiertas y simultáneas de 2011, por más que hagan falta.
Las reformas profundas vendrán con un nuevo gobierno, pero sin ese acuerdo básico, el final de este período será traumático.
Menos traumático que los finales pasados, por el precio de las commodities y las reservas del Banco Central, pero traumático de todos modos.