Según informan diferentes medios, Esteban Bullrich –ministro de Educación del Gobierno de la Ciudad– contrató para llevar adelante la negociación con los gremios docentes a Pablo Walter, cuyos antecedentes más sólidos son los de haber sido, en Tucumán, primero concejal, luego diputado provincial, más tarde diputado nacional y finalmente senador por el partido del general Bussi, condenado a prisión perpetua por crímenes de lesa humanidad. La democracia tiene esas cosas: a veces no se sabe dónde termina un currículum y dónde empieza un prontuario; pero el voto es sagrado, según dicen los creyentes laicos y no vamos a poner en cuestión al pueblo, ese soberano que vota y elige republicanamente a sus representantes (curiosamente, o no tanto, el partido de Bussi se llamaba Fuerza Republicana). Pero más allá de la anécdota, hay una evidente línea de continuidad en la política educativa de Macri. Comenzando con el progresista Nadorowski (que mandaba a filmar asambleas en las escuelas secundarias), pasando por el charleta Abel Posse, y terminando –por ahora– con el recoleto Bullrich, el mundo de la educación es visto por Macri con temor, casi como un peligro a tener bajo control: un lugar lleno de jóvenes ruidosos, docentes ilustrados, sindicalistas barbudos y niños a punto de sucumbir ante ideas revolucionarias. Más que llevar adelante una política educativa –incluso de derecha–, el ostentoso inmovilismo del Gobierno en el tema es producto del diagnóstico de que la educación pública es un lugar a tener bajo vigilancia, el caldo de cultivo para el surgimiento de ideas de cambio.
Lamentablemente, Macri no tiene razón. Y es una pena. Ningún cambio social inminente parece estar engendrándose en la escuela pública, ni en ninguna otra parte, por cierto. Buena parte de la cultura juvenil parece atrapada entre el temor a no poder integrarse socialmente (el miedo a no tener trabajo, a tener un futuro peor que el de los padres) y la simple y lisa fragmentación social. La cultura del aguante y del rock barrial no es más que un consuelo conservador, que no sólo no ha modificado un ápice el curso de las cosas, sino que al revés, no ha producido más que mansedumbre social, obediencia cultural y sumisión en los cuerpos.
Pero dejando de lado al Gobierno de la Ciudad, que al fin y al cabo no es peor que la mayoría de los gobiernos autodenominados progresistas (como el de la Alianza, ¿se acuerdan de la Alianza?), la pregunta que desde la crisis del marxismo viene formulándose la teoría política es la de saber cómo se expresa el cambio sin un actor social que lo encarne. Diferentes nombres y caminos teóricos dan cuenta de esa preocupación (multitud, antiglobalización, rizoma, foro social) pero la pregunta permanece indemne. Ocurre que si algo parece expresar hoy la idea de cambio es la tecnología. La novedad digital de todas las semanas que modificará para siempre nuestro entorno. Como si la tecnología, por sí sola, pudiera reorganizar lo social: la revolución tecnológica sin sujeto revolucionario; vaya paradoja. O mejor dicho, ninguna paradoja: la revolución aplicada a la vida cotidiana sin que cambie ninguna de las estructuras de dominación en la vida cotidiana es el gran secreto publicitario del capitalismo global.
Pero la tecnología –como la revolución, hélas– es también la historia de sus fracasos. En la inminencia del triunfo universal del libro digital (que modificará el futuro de la edición) quiero dedicarle los últimos 100 caracteres de esta columna a la máquina de escribir eléctrica, invento que llegó a fascinar al propio Roland Barthes. Artefacto que venía a revolucionar el mundo de la escritura y que duró lo que un suspiro. Un minuto de silencio por los caídos en la revolución tecnológica.