El testimonio del médico Alberto Augier, sobreviviente ya fallecido del campo de concentración del “Arsenal Miguel de Azcuénaga” de Tucumán, constituye una dolorosa memoria de brutalidades que sobrecogen el alma. Ejecutadas bajo el mando de oficiales del Ejército Argentino, supuestamente educados en el honor y la templanza guerrera como para aceptar el costo de un puñado de vidas propias en los combates librados en 1975 contra la “Compañía de Monte Ramón Rosa Jiménez” del ERP. Vidas sagradas, la de los milicos muertos con las botas puestas, como las de los guerrilleros caídos armas en mano. Tirios y troyanos enfrentados en el Campo de Marte. Valiosas vidas también las de cientos de secuestrados y asesinados, o muertos en vida.
Noemí Muñoz, cuyo marido junto a dos socios desapareció en 1975 luego de parar en una comisaría de Acheral para orientarse volviendo por las serranías tucumanas de desmontar un campo, me contó: “ocho meses después apareció; me devolvieron otra persona, no quería salir a la calle ni hablar con nadie; quedó infértil”. Me asalta una idea: los militares caídos en el “Operativo Independencia” –que figura en letras doradas en el patio de honor del Colegio Militar de la Nación (CMN) al final de la lista de históricas gestas épicas cerrada por la de Malvinas– como el Subt. R. Berdina o el Tte. 1º H. Cáceres, o fueron heridos, o quedaron lisiados como el Tte. R. Richter ¿no habrían sentido repugnancia frente a las salvajes sevicias practicadas por camaradas de la retaguardia, generalmente de la inteligencia militar auxiliados por policías, gendarmes y civiles expertos en tormentos y ejecuciones “extrajudiciales”? ¿Podría intentar “explicarse” esta tragedia por referencia a la crueldad típica de las guerras civiles, caso clásico de España (1936-1939), o de las guerras coloniales como la de Argelia (1958-1962) donde muchos supliciados evitaban la muerte delatando sus células? Mi fantasía, o creencia, es que quienes se arriesgaron y perdieron sus vidas en combate franco, dando muerte y recibiéndola en el monte tucumano, difícilmente se habrían convertido en torturadores y asesinos de prisioneros indefensos. Aun en el caso atroz de que hubiesen rematado heridos sobre el mismo campo de batalla, en venganza por el amigo caído o heridas recibidas, bajo efectos de la adrenalina, el estrés revulsivo ante el peligro en acecho y el odio recíproco entre enemigos mortales.
El relato de Augier “Mi purgatorio o el infierno” presentado en el juicio a cuarenta ex integrantes y colaboradores de la 5ª Brigada de Infantería, nos interpela respecto a una raíz profunda de la formación castrense en los años 50, 60 y 70. Es la que interpretaría la base psicológica de tanta crueldad, sin negar el aporte de la estrategia contrainsurgente del ejército francés que derrotó al FLN argelino gracias a delaciones de los torturados. En aquellas décadas, los ilusionados adolescentes que traspasaban una mañana el arco de triunfo romano del Palomar, entrada del CMN, sabían que la mayor descalificación de un aspirante era la de ser considerado un “civilaco”. Ya integrados a la vida castrense, cualquier intento de observación a la orden de un oficial instructor o cadete superior, presumida de arbitraria, provocaba la ironía: “¡Cadete, el superior tiene razón y más aún cuando no la tiene!”. O: “¡Bípedo implume, primero cumpla la orden y después, si sigue vivo, pregunta!”.
Sobre esa “lógica” operó la obediencia debida sin límites cuando el elefante blindado fue desafiado por la hormiga en terreno propio. En su biografía de J. Timerman, G. Mochkosfsky cita un artículo de La Opinión (30/1/77) donde el cura V. Pellegrini, al condenar el terrorismo de Estado advierte: “Convertir a un militar de honor, cuyo ideal es luchar por la justicia, en un vulgar torturador, sería la mayor victoria del terrorismo”. La débil capacidad guerrillera logró dar, y no sólo en Tucumán, el pretexto a una represión inaudita sin honor ni piedad.
*Sociólogo.