Es de esperar que, más tarde o más temprano, la creciente inestabilidad económico-financiera afecte la recuperación del nivel de actividad, el empleo y las relativamente buenas noticias en materia social. El escenario degrada cualquier expectativa de mejora para el futuro próximo, tanto en materia de crecimiento como de pobreza.
En efecto, las buenas noticias no parecen estar en condiciones de durar mucho. En principio, se aguarda que el positivo ritmo de crecimiento, la recuperación del empleo, la caída de la desocupación, las relativas mejoras salariales asociadas a las negociaciones colectivas, las ayudas extraordinarias a jubilados, pensionados y beneficiarios de programas sociales, incluso a pesar del crecimiento inflacionario de los últimos meses, hayan generado una caída de la tasa de indigencia y de pobreza urbana en el primer semestre de 2022, sobre todo, a nivel del primer trimestre del año. Sin cambios bruscos en este escenario, cabría suponer, al menos, niveles de pobreza parecidos a los registrados durante el segundo semestre de 2021, es decir, por debajo del 40%, y en valores similares los últimos trimestres prepandemia, así como también similar a los años de 2006-2007. En cualquier caso, una sociedad argentina no solo estructuralmente estancada, sino en continua decadencia histórica, eventualmente podría estar acercándose a un fin de ciclo.
Las pírricas buenas noticias se explican en el marco de una generosa reactivación productiva poscovid de la economía real en materia de empleo –aunque en su mayoría más precarizado–, acompañada de una fuerte inversión pública, con mayores transferencias monetarias hacia los sectores más pobres. Sin embargo, está claro que todo ello ocurre en un contexto de crisis, cuyas soluciones de transición –no cabría esperar mucho más que eso en este momento– están seguramente en proceso de elaboración política a nivel oficial. En el mientras tanto, la relativa mejora social se constituye en un bálsamo de control y pacificación social frente al potencial desborde social que implica para la sociedad argentina tener más de 16 millones de pobres urbanos. En el mismo sentido, ayuda a esta maniatada paz social los más de 4,5 millones de hogares que reciben algún programa de asistencia púbica, incluyendo el 1,3 millón de trabajadores que recibe los planes Potenciar Trabajo, y los más de 3,5 millones de hogares con AUH, pensiones no contributivas y tarjeta Alimentar. Sin estas transferencias, la tasa de indigencia que estaría cercana al 7-8%, se triplicaría por arriba del 20%; mientras que la tasa de pobreza, si bien mucho no cambiaría, sin duda se acercaría al 45%.
La pobreza urbana abarca al 25% de la población mientras que la crónica afecta al 30%
La creciente heterogeneidad interna del sistema económico argentino, sumada a su alta inestabilidad y persistente estancamiento promedio (en uno de los extremos, una parte de la economía se expande, y en el otro, se hunde) tiene asociados –a manera de síntoma endémico– elevados niveles de pobreza monetaria, carencias crónicas y desigualdad económica. En este contexto, se reproduce de manera ampliada un núcleo duro de población “excedente” –“masa marginal” en términos de José Nun, o población de “descarte” en términos del papa Francisco-, altamente vulnerable a las crisis económicas, y a la vez, muy poco resilientes a los ciclos de recuperación y expansión. En materia de capacidades productivas, esta heterogeneidad estructural es la que explica la existencia, por una parte, de apenas 12 millones de trabajadores ocupados en la llamada economía formal (3 millones empleados en el sector púbico), y en el otro extremo, más de 8 millones de trabajadores informales (casi 4 millones de ellos, ocupados en trabajos de alta marginalidad o en la llamada economía social). Por ello, de lo que va del siglo XXI, la pobreza en la sociedad urbana argentina nunca haya estado –en sus mejores momentos– por debajo del 25%, y que la pobreza crónica (más de 3 millones en situación de pobreza) afecte actualmente al 30% de la población.
Difícilmente esos trabajadores de la economía informal accedan a un empleo formal, por una parte, porque no hay demanda agregada de empleo desde los privados más dinámicos, pero también porque dichos trabajadores no cuentan con las calificaciones que requieren las empresas que podrían generar esos empleos. De ahí que su relativamente mejor oportunidad de inclusión continúe siendo constituirse en una fuerza de trabajo barata en una empobrecida pero digna economía social (cooperativas, comedores, guardería, huertas comunitarias, cuidado del espacio público, fábricas recuperadas, etc.). El millón y medio de beneficiarios de programas sociales de empleo deberían –aunque una parte ya lo es– formar parte activa de este mundo social. En su defecto, fuera de esta opción, el escenario de exclusión social para millones de estos trabajadores y sus familias es todavía mucho más hostil: autoexplotación, trabajos ilegales, desaliento forzado o indigencia social.
El principal desafía sigue siendo tener un modelo de estabilización económica
Tanto el origen como la solución del problema no reside en cuántos más o menos programas sociales pueda brindar el Estado; ni cuánta más o menos contraprestación laboral pueda caber en este contexto; ni tampoco –aunque sin duda es clave atender este punto– de cuánto más o menos gerenciamiento provincial-municipal y fiscalización nacional requiere el desarrollo de mejores trabajos productivos, sociales o comunitarios en el marco de la llamada economía social. Ahora bien, no es un dato de menor valor el hecho de que las organizaciones sociales o políticas, que actualmente gerencian parte de los programas sociales, funcionan también como potente mecanismo de contención social ante situaciones de crisis, desbordes, mafias locales y/o males mayores. Pero que ello sea así es debido a la propia incapacidad del propio Estado, lo cual interpela aún más a las instituciones públicas federales a asumir esta función social.
Si bien difícilmente disolver las causas de un problema revierte el problema, al menos sí es posible poner freno a su reproducción; a partir de lo cual se hace al mismo tiempo, tanto necesario como posible, introducir soluciones efectivas innovadoras. La causa del problema que nos ocupa es la reproducción de un modelo económico “estanflacionario” y de crecimiento “desequilibrado” que, sin impedir el desarrollo de sectores dinámicos, hunde en la pobreza estructural a amplios sectores de la economía informal, vinculados a la demanda de bienes y servicios populares. Salir del problema en clave a lograr una estructura social más integrada e incluyente exige salir de esta trampa que genera la pobreza, lo cual no solo depende de la estabilidad macroeconómica y del nivel de crecimiento, sino también del modo en que se crece y la manera en que se distribuyen los excedentes, no a través de transferencias vía programas sociales, sino por vía de la inversión en capitales sociales, humanos y productivos.
Por lo tanto, el principal desafío de la Argentina continúa siendo poner en marcha un modelo de estabilización económica y crecimiento equilibrado, con aumentos de productividad y mayor equidad distributiva. Todo lo cual es, a su vez, en función de que exista estabilidad macroeconómica y se ponga en marcha un cambio de régimen. Ambos objetivos no se lograrán sin reformas estructurales (monetarias, fiscales, financieras, laborales, administrativas, etc.) y consensos político-sociales que hagan posible bajar la inflación y promover de manera federal la inversión de mediano y largo plazo, tanto a nivel de las familias como de las empresas, y, a partir de ahí, lograr excedentes de recursos que nos permitan, no solo responder por las deudas del pasado, sino también para hacer posible aquí y ahora el futuro de quienes más lo necesitan.
En ese marco, por ejemplo, en un contexto de crecimiento redistributivo, acompañado de reformas estructurales en diferente planos, cabe imaginar una nueva política de seguridad social capaz de generar –a través del sector público, privado y comunitario– un “empleo mínimo” de última instancia para todos aquellos que así lo necesiten, el cual debería estar prioritariamente volcado a generar bienes y servicios con valor agregado –sea de valor de mercado o social/comunitario–, a través tanto del propio trabajo como del uso intensivo de nuevas tecnologías que incrementen la productividad social de esos trabajos. En cualquier caso, este gerenciamiento de los proyectos de desarrollo local debe hacerse a escala local estatal –sea municipal o provincial–, a cargo sí de ejecutores públicos, privados o cooperativos, pero nunca bajo el control social de un grupo o sector político o gremial; pero en ningún caso un Estado ausente.
Sin embargo, estos desafíos no forman parte de la agenda gubernamental. En este sentido, no solo los resultados terminan siendo pobres, sino que también las políticas oficiales que se buscan poner en juego para atender la creciente inflación como la decadencia estructural que nos acompaña desde hace décadas. El diseño de políticas superadoras del estado de decadencia requiere de claridad, voluntad y decisión, contar con los diagnósticos correctos, reunir a los mejores, acordar entre diferentes soluciones estratégicas, abandonar la especulación política para construir una política al servicio del bien común.
Ahora bien, aunque nada de esto forma parte todavía del debate político, nuevos aires parecen comenzar a instalarse frente a un inminente fin de ciclo. Un sistema social en estado de crisis, sometido a desequilibrios cada vez más inestables, alejado de cualquier salvavida, solo encuentra una salida bajo un nuevo régimen de organización social capaz de ofrecer un nuevo equilibrio dinámico. Es esta un área vacante para el campo político, dado que justamente les toca a los agentes de la política cumplir su función de ordenador. La buena noticia es que, si este cambio es actualmente tan necesario como posible, se trata de un proceso social que ya se estaría gestándo entre nosotros, y algunas señales de orden público –aunque todavía no muy claras– parecen evidenciarlo.
*UBA-Conicet/ODSA-UCA.