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SHAKESPEARE, EL GRAN ALIMENTO

¿Sirve el teatro?

Me esperaba en el hall del teatro. No la conocía. Regordeta, escolar, no parecía de 75 años. Llevaba un bastón. Me miró con un cariño voraz. “Ud. No me conoce. Amo el teatro desde jovencita… pero soy jubilada y ya no puedo pagar la entrada. ¿Podría invitarme a ver su obra?”

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Me esperaba en el hall del teatro. No la conocía. Regordeta, escolar, no parecía de 75 años. Llevaba un bastón. Me miró con un cariño voraz. “Ud. No me conoce. Amo el teatro desde jovencita… pero soy jubilada y ya no puedo pagar la entrada. ¿Podría invitarme a ver su obra?” Un pedido sin demagogia. Quería (de verdad quería) ver la obra. Al final de la función me buscó: “No sabe cuánto le agradezco”. Se iba rápido porque perdía el último colectivo.
Días después estaba otra vez ahí. Un anciano a su lado. “Mi marido. Vino a agradecerle”. El viejito me apretó la mano. “Ella necesita ir al teatro”. Ella sonrió, pícara. El me dio un paquetito. “Para usted. Es casero, los hago yo”. Sentí que la luna no iba a girar más y que todos los trenes se paralizaban. “Riquísimo. Es de durazno.” Lo dijo ella. Saludaron y se fueron. Pensé en Chejov, como siempre. El dulce era, efectivamente, delicioso.
Tres años después volví a ese mismo teatro con otra obra. La vi al entrar. “¿Se acuerda de mí?” Me avergonzó la pregunta. Debería ser un imbécil, si no. “¿Vino a ver nuestra obra nueva?” Sonrió. “Si tiene un lugar para que pueda verla…” Mientras sacaba un nuevo frasco de dulce casero, que ya traía preparado. “Mandarina.” Sabía que teníamos un pacto secular: correspondía retribuir algo para recibir su alimento soñado. Y lo hacía con otro alimento casero, noble. El capitalismo tembló. Los banqueros corrieron a preguntarles a sus madres en qué se habían equivocado.
Me di cuenta de que yo, también, era un productor de un tipo de dulce casero. Uno sagrado que inventaron los hombres hace 3.000 años para dialogar con los dioses. Nada más “casero” que el Teatro. Los campesinos, los niños, los artistas, los pobres, las vacas lecheras, el tío Bebe de Uruguay que reproduce puertitas de Montevideo en miniatura y cientos de inocentes más aplaudieron mientras yo recibía un frasco de dulce. El Teatro seguía teniendo el sagrado sentido de recordarles a las personas que se pertenecían a sí mismas. Y a los demás. Que todos, arriba o abajo del escenario, juntos, nos pertenecíamos. Que podemos ser al mismo Tiempo y Lugar, un algo que nos devuelve el Sentido. Somos, porque en el Teatro somos. En él atisbamos Infinito. Existencia. SENTIDO. El despreciado, el que la Soberbia declaró muerto.
En los 90 (¡) apareció cierto tipo de Directores que parecen formar parte de un club privado. Se divierten a sí mismos, como cuando cantamos en un asado. Y se comen toda la molleja. La gente no está invitada. Se desvelan por un público que los aplauda en alemán (“Berlín era una fiesta”). Mientras afuera unos chicos aspiran Poxi-ran (¡Oh, el Sentido!) y abren, por monedas, puertas de taxis a sofisticados espectadores. Que no se atreven a confesarse que, una vez en sus camas, solos, previendo el terror de la Pesadilla, claman por un trago de Sentido. Crearon un público vampirizado, pálido. Como gallinas que corren sin cabeza. ¿Y el hilo sensible del laberinto que conecta con la percepción? (¿Debería la gente volver a llevar hortalizas a las salas?) Hay muchos “Teatro”. Uno de ellos es el de la gente. El gran alimento. Shakespeare. Brecht: “Desde siempre la misión del teatro ha sido, así como la de todas las otras artes, la de entretener a los hombres. Esta misión le da su particular dignidad”. El sabía cómo “entretener”. Como el dulce casero. De qué clase. Para quiénes. Para qué. (Chejov también sabía la receta.)
*Director teatral: La duda, entre otras.