Siempre me pregunto: ¿sirve para algo lo que hacemos los periodistas? Quiero decir, ¿sirve para algo más que para ganarnos la vida? O, finalmente, ¿para quién trabajamos realmente los que escribimos o hablamos de los demás? Hay una respuesta cínica: “Trabajamos para quien paga el sueldo”. Pero, quien cumple el acto de pagar el sueldo, ¿es realmente quien paga el sueldo? ¿Cómo consigue el dinero para pagar el sueldo aquel que formalmente paga el sueldo? O sea, ¿quién nos paga verdaderamente a través de él? Y, ¿qué tipo de tarea estamos realmente cumpliendo para ser retribuidos de la forma en que somos retribuidos?
Como hace dos semanas, nuevamente esta contratapa está motivada en una columna de Miguel Wiñazki publicada en Clarín, esta vez en la sección Opinión, el jueves 28 de enero, titulada “Los mitos y la leyenda negra del periodismo”. Su texto es una respuesta a mi respuesta del domingo 24 sobre la primera columna de Wiñazki, publicada el viernes 16 de enero. Pero como todo lo motivante de la vida, ya no importa qué lo disparó ni de dónde provienen esas cosas, sino que son. Y a las idas y vueltas de textos subyace un denominador común: es muy difícil, si no imposible, separarse de quien paga el sueldo.
Con Wiñazki me une el afecto: él y dos de sus hijos trabajaron en Perfil, por lo que mal no nos debe haber ido mutuamente. En nuestros textos nos acusamos de lo mismo. En mi primera respuesta escribí que su pensamiento está influenciado por estar inserto en el universo Clarín, del que recibe su sueldo. Y él me respondió que mi pensamiento está contagiado por el deseo de sacar provecho de una eventual decadencia de Clarín. En los dos casos, ambos estaríamos atravesados por un apetito económico tendiente a maximizar el beneficio y reducir los costos de las contingencias que la vida nos depara.
En nuestros textos tuvimos razón tanto Wiñazki como yo en endilgarle al otro su incapacidad de separar sus pensamientos de sus conveniencias. Casi ningún ser humano puede hacerlo puramente, pero esto no quita que debamos esforzarnos en tratar de acercarnos lo más posible a ese ideal.
Es cierto que es más fácil ser idealista si se cuenta con la suficiente cantidad de recursos como para perder muchos de ellos en el camino e igual no pasarla tan mal. Pero la abundancia no es causa necesaria ni mucho menos suficiente. Recursos de sobra o su escasez permitirán una mayor o menor puesta en riesgo de bienes pero nunca la proporción de lo que cada uno esté dispuesto a aventurarse. Y en esa proporción está la clave.
Quien arriesga el cien por ciento es un loco temerario; aun bien intencionado, a nadie le servirá su entrega porque no irá lejos. Puesto en los términos del comienzo de esta columna: hay que cobrar un sueldo para seguir viviendo y no se le puede pedir a nadie que perezca, aunque sea simbólicamente, por causa alguna, como hizo la semana pasada a través de una solicitada un grupo muy poco representativo de periodistas que exhortó a los colegas de Clarín a que se rebelen a sus empleadores.
Por el opuesto, quienes nada arriesgan con la excusa de su supervivencia no se sirven ni a sí mismos, porque no importa la poca o mucha cantidad de bienes que acumulen, serán infelices y más tarde o más temprano despreciarán a su propia persona.
El termómetro o la vara vuelve a ser qué porcentaje de lo que hacemos estamos dispuestos a hacerlo más allá de nuestra conveniencia. Como en cualquier profesión, en la medida en que todos los periodistas pongan un límite sobre lo que están dispuestos a hacer a cambio de su paga, o más importante aun, sobre lo que no están dispuestos a hacer, se sube el umbral profesional de todo el periodismo.
En mi caso, se podría argumentar que mi situación de periodista y a la vez editor es más cómoda porque no me paga otro el sueldo. Pero puedo asegurar que no es tan así, siempre hay un sueldo que alguien paga. En el caso de una editorial el accionista simbólico pueden ser los lectores, los anunciantes o el Gobierno, en el caso de los medios oficialistas, pero siempre habrá un amo al que satisfacer. El cliente es el verdadero “patrón” –se enseña en las escuelas de negocios–, y quizá no por casualidad ambas palabras provienen del mismo origen latino: patrón viene de pater familis, el jefe de la tribu que componían centenas de integrantes con lazos de familiaridad bastante difusos e indirectos a los que se denominaba cliens, clientes en latín.
Puedo usar el ejemplo del editor que más respeté, y trato de emular, César Civita, el fallecido fundador de Editorial Abril de Argentina en la década del 40 y –paradojas del destino– fundador de Papel Prensa. El siempre decía que hacía publicaciones banales, como –en su época– las fotonovelas o las revistas de televisión, para invertir los recursos que ellas generaban en hacer Panorama, un mítico semanario político –conducido por Tomás Eloy Martínez– que le costó el exilio y la venta de su editorial en la también mítica década del 70.
César Civita podría haberse dedicado solamente a editar publicaciones banales y usar esos recursos en aumentar su consumo personal aunque fuera muy suntuariamente. Aun así hubiera sido más ético que la conducta de quienes, para aumentar su consumo personal en las proporciones que sea, en lugar de abstenerse del compromiso político se alquilan como mercenarios a los gobiernos de turno.
Civita es, por su magnitud creativa, un ejemplo ampliado que sirve para cualquier periodista. Claro que una parte de nuestra actividad está relacionada con el entretenimiento y el servicio relativo a necesidades cotidianas de nuestra audiencia. Y todos tratamos de satisfacer a nuestras audiencias como cualquier artesano hace con su clientela. El tema es hasta dónde estamos dispuestos a ir para lograrlo y si sólo nos interesa maximizar el reconocimiento de nuestros clientes: lectores, anunciantes, o el gobierno de turno en aquellos medios que están subvencionados. Incluso en este último caso se puede ejercer la profesión de periodista con un grado de mayor o menor responsabilidad: omitir pero no mentir, por ejemplo; o alabar al que paga la paga pero no atacar a sus adversarios.
Pero, ¿para qué sería necesaria esta pequeña ética profesional si sólo trabajáramos para quien paga el sueldo? Y aquí está lo bello de la profesión de periodista, como de tantas otras. No trabajamos sólo para quien paga el sueldo sino para muchos más seres humanos que nuestros propios clientes. En la minúscula influencia que tengamos, trabajamos para que la sociedad piense mejor, por lo menos en aquellos temas que son cruciales para el desarrollo del país, y si piensa mejor, termine siendo mejor, entendiendo como sociedad no sólo a nuestros contemporáneos sino, también, a los que nos sucederán.
A la audiencia, como a todo a quien se ama de verdad, no siempre hay que darle todo lo que pide, a veces hay que contradecirla, tomar distancia de sus actitudes menos evolucionadas para promover su evolución y no la cristalización de su primitivismo. Desde el periodismo, el ejemplo más dañino es, para mí, acompañar emocionalmente a la sociedad cuando se pone infantilmente caprichosa con los presidentes de turno, primero en el elogio desmedido al comienzo de su ciclo y luego con la crueldad morbosa del final, tan parecida a la de las hordas inquisitorias que llevaban gozosas a las “brujas” a la hoguera. Ambos comportamientos son socialmente autodestructivos.
Si el periodismo fuera un contrapoder, su función sería balancear. Como un termostato, la crítica tendría que ser más fuerte cuando la sociedad hipnotizada sólo ve lo positivo de sus gobernantes. Esto no implica no criticar al gobernante saliente que ya no cuenta con el apoyo popular, ni dejar de denunciar su corrupción. Pero si nuestro trabajo de periodistas sirve para algo, debería ser para criticar más duramente los errores de los gobiernos al comienzo, cuando su capacidad de daño es mayor y también más útil el aporte que significaría su corrección, como en cualquier enfermedad que se la descubre a tiempo.
Veamos qué se le critica hoy a los Kirchner: avasallamiento de los otros poderes y del federalismo, uso del dinero del Estado como herramienta de dominación política, manipulación de los datos de la economía, corrupción y enriquecimiento exacerbado de los gobernantes, etcétera. ¿No eran todos temas que estaban hace cuatro años? El INDEC, Moreno, las tierras de El Calafate, la publicidad oficial, los subsidios de De Vido... ¿no estaban todos hace cuatro años? ¿No habría sido más útil que el periodismo, hace cuatro años, hubiera sumado fuerzas para advertir a la sociedad de estos males e impedir el avance de alguno de ellos?
Entonces, ¿no será útil marcarle los errores a la oposición ahora y no ser concesivos con ellos por el solo hecho de que se enfrentan a Kirchner?
Yo creo que lo que hacemos los periodistas, además de servirnos a nosotros mismos para ganarnos la vida, también le pude servir a otras personas; por lo menos una pequeña parte de lo que hacemos podría servir. Si cada uno de nosotros, desde la posición que fuere y por mínima que resulte nuestra fuerza, cree que el periodismo sirve para algo, por ese solo hecho el país en el que vivimos será un poco mejor cada día.
No se trata de aspirar a un bien supremo inhumano e inalcanzable, ni frente a su imposibilidad permitirse la desidia y tolerar cualquier presión cuyo costo sea menor a los riesgos de impedirla. Sino, aceptando que también los defectos integran nuestra naturaleza, tratar de superarnos sabiendo que siempre lo lograremos parcialmente, y fracasar con la dignidad de haber estirado nuestros propios límites.
El húngaro Sándor Márai escribió en su libro De verdad: “No existe, ni en la Tierra, ni el cielo, ni en ningún lugar, aquella mujer de verdad. Existen apenas personas y en todas hay un grado de verdad, y ninguna de ellas tiene lo que del otro esperamos y deseamos”. La inexistencia de verdad absoluta o total en el mundo de los sentimientos, es muy aplicable al periodismo y la objetividad. Pero esa fragilidad no sólo no impide sino que hace más necesaria la aplicación de técnicas y procedimientos profesionales que aumenten el grado de verdad de lo que producimos como periodistas. La honestidad intelectual es una de las principales herramientas porque, como decía el maestro de periodistas Ryszard Kapuscinski: “Para ser un buen periodista, hay que ser una buena persona”.
No es de buena persona pegarle al caído y temerle al fuerte. Es una práctica muy habitual en una parte del periodismo. Sólo por eso, al decir de Kapuscinski, ya no sería buen periodismo. Aunque lo que denuncie en su ciclo de envalentonamiento sea rigurosamente cierto, lo falso es el momento en que se decide a hacerlo.
El cuándo puede ser más importante que todo lo demás, especialmente cuando se llega cuatro años tarde.