Según el Diccionario de la Lengua Española –el de la Real Academia en línea–, el diálogo es la “plática entre dos o más personas, que alternativamente manifiestan sus ideas o afectos”.
La definición es buena porque captura los tres componentes centrales del diálogo: los participantes, la expresión personal y el intercambio. Una descripción que cualquier hablante lego (o lega) podría asumir como propia. En todo diálogo dialogan dos personas como mínimo. En todo diálogo debe existir libertad para pronunciarse. En todo diálogo se ejercita un tráfico verbal y recíproco.
La investigación sobre el tema, sin embargo, se ha ocupado de realizar un análisis mucho más minucioso, en el sentido de comprender –entre otras cuestiones– cuáles son las características humanas que hacen posible el diálogo y qué impacto tiene este en términos individuales y sociales.
Para empezar, el diálogo se constituye gracias a una alternancia de turnos que determinan el intercambio participativo. En ese bricolage interactivo (como lo llamaron Alber y Py, según los cita Amparo Tusón en un paper de 2003) se va erigiendo un edificio –un constructo de sentido– del cual conocemos la base (cómo empieza), pero desconocemos la azotea (cómo termina).
Esta última condición nos obliga a postular de qué modo los turnos de habla, que se suceden casi sin intervalo, permiten mantener un hilo conductor –incluso con la inserción de digresiones– muy habitualmente razonable. Y es que, en cada momento del intercambio, los interlocutores están haciendo (en forma inconsciente) cálculos (inferencias) de las intenciones de lo que les dicen y previsiones de hacia dónde quieren encaminar su argumentación. Todo sobre la base –afirman quienes saben– de las presuposiciones sembradas por las experiencias previas.
Sobre la concentración del poder
En cuanto al impacto del diálogo en términos personales, para seguir, no debe dudarse de que contribuye en la constitución de las identidades, en la estructuración de los sujetos como seres sociales y en la conformación de la imagen de mundo que tenemos. Más aún, desde la perspectiva social, el diálogo permite construir y mantener la organización social y política de las comunidades.
Y es que el diálogo tiene dos funciones fundamentales y simultáneas que se dan de modo necesario. Una función que llamaré transaccional, en la medida en que por medio del diálogo siempre (siempre) se transmite información, aunque sea la información de que se pone en práctica la otra función. Y otra función, que llamaré interaccional, que tiene que ver con la relación que se establece por el mero hecho de llevar a cabo esta empresa interactiva.
El diálogo es, en suma, una negociación verbal orientada a conseguir un mínimo consenso, un consenso que tolera incluso altos grados de disenso, pero requiere la firma tácita de un pacto de colaboración. Un contrato fundado en el respeto.
En alguna medida, lo contrario del diálogo es el soliloquio. Ese tipo de soliloquio –si se me permite definirlo de este modo– que es un parlamento unitario sin interpelaciones, sin consultas ni consejos. Sin demandas. Monolítico. Autoritario. Autocentrado. Un habla en voz alta para que otros escuchen pero sin interrumpir. Para que se oiga una sola voz.
En la Argentina de las altas esferas de nuestro tiempo parecen estar sobrando los soliloquios y faltando los diálogos. La profusión de discursos casi por cadena –tras largas semanas de silencio–, las cartas irrevocables en las redes, el fuego amigo unidireccional, todo parece conjugado para borrarnos el recuerdo de aquellas mesas elocuentes de principios de pandemia. Esos encuentros colaborativos entre adversarios que nos ilusionaban con que, de esa peste impensada, saldríamos mejores.
O tal vez lo que está faltando realmente es la escucha. Condición categórica del diálogo, la escucha quiebra la linealidad del propio soliloquio en función de converger en la construcción de ese edificio verbal, performativo, que puede transformar los ahoras. Ojalá que quienes nos conducen y quienes esperan conducirnos depongan su política de oídos sordos y adviertan que es justamente esto lo que puede salvarnos: el diálogo. El franco diálogo..
*Directora de la Maestría en Periodismo de la Universidad de San Andrés.