Si alguien sabe lo que es la soledad, esos son los que nacieron en enero. Lo aprendieron en la infancia, y les quedó para siempre. Porque la vida les deparó esta dicha: la de cumplir años en plenas vacaciones, sin rutina escolar que les estorbara, sin tener que madrugar ni afrontar obligaciones; el día, su día, a completa disposición, tan despejado y luminoso como los mejores cielos del verano.
Pero, a cambio, los que nacieron en enero afrontaron desde el vamos la tristeza de los festejos raleados, repletos de inasistencias forzosas, soplo de velas con coros menguados, o bien la determinación lisa y llana de resignarse y no organizar ninguna fiesta (o dejarla para la segunda mitad de febrero, fingiendo que daba lo mismo).
Los amigos, los compañeros de escuela, los primos lejanos y cercanos, los pibes de la cuadra: la mayoría no estaba, casi todos habían salido de viaje. ¿Qué hacer en un caso así? ¿Declarar amigos, por pura urgencia, a los circunstanciales e insustanciales colegas de la colonia de vacaciones? Y si el que se había ido de viaje era el que cumplía los años, ¿qué podía hacer estando lejos? ¿Apurar una amistad con los vecinos de carpa de la playa, cuyos nombres se le mezclaban o se le olvidaban?
Los nacidos en enero conocieron desde chicos un modo indeleble de soledad radical: pasaron sus cumpleaños solos o casi solos, en días largos, sin nada que hacer. Yo creo que forman una especie de cofradía secreta. ¿Se reconocen? Presumo que sí. ¿Y se saludan? No, justamente: no se saludan.